Llego y Martín me abre la puerta con una lata de cerveza en la mano. Me saluda y me hace pasar, entregándome la lata. Recién entonces noto que está cerrada. Antes había visto solo su torso desnudo y el hilo tímido de pelos que une su ombligo y la cintura de su bermuda de jean. En la transacción, los dedos fríos de Martín, mojados de condensación de la lata, rozan los míos, transpirados por las seis u ocho cuadras que caminé hasta acá en el sol de enero. Hago todo lo que está a mi alcance por evitar el cortocircuito.
«¡Mostrame la casa!», le digo. Él se mudó hace dos semanas, mientras yo estaba de vacaciones en el Norte, y esta es la primera vez que veo su nuevo departamento.
Aprovechando nuestra diferencia de altura, rodea mis hombros con su brazo izquierdo y me guía por el pasillo. «Para allá está la pieza y al fondo el baño», dice, señalando con la mano libre. Miro en dirección a las dos puertas, asintiendo. «Veo que todavía no te terminaste de instalar», lo gasto, apuntando con la nariz hacia una pila de cajas en el fondo del pasillo. Él ignora mi comentario y gira sobre sí mismo, arrastrándome suavemente. Siento cada milímetro de contacto entre su brazo y mi piel. Me acuerdo de mi transpiración de la calle y me quiero morir, pero a él no parece importarle la humedad de mi espalda ni ninguna otra. Es tu mejor amigo, me repito un par de veces, te calmás.
«Mirá lo grande que es esta cocina», dice Martín interrumpiendo mis pensamientos, «no lo podés creer». «Mal», respondo, preguntándome si se nota que apenas llego a oírlo hablar con el sonido de mi propia respiración temblorosa de fondo.
Martín abre la heladera y extrae otra cerveza. La abre. De pronto pone cara de acordarse de algo. «¡Ah, y todavía no te mostré el balcón!», dice.
Me vuelve a apoyar el brazo en la espalda, la mano izquierda en mi hombro izquierdo, y me lleva, la nueva lata en su mano derecha. Le da un sorbo y me suelta para abrir la puerta corrediza de vidrio. Salimos. El balcón es amplio y a esta hora el sol le pega de lleno. Martín entorna los ojos y se apoya contra la baranda. Estoy un paso detrás de él. Me permito observar su espalda desnuda de arriba a abajo mientras no me ve. Una gota de sudor le resbala entre los omóplatos. Trago saliva, aturdida. Él se da vuelta y gesticula. «Vení», dice.
Me acerco a la baranda y apoyo los antebrazos, imitando la pose de él.
Nos quedamos un rato mirando hacia afuera. El balcón da al centro de la manzana. Abajo, las piletas de casas vecinas resplandecen. Llegan gritos de niños jugando y el ladrido de algún perro.
«Contame del viaje», pide, y le cuento.
Siento los ojos de Martín sobre mí antes de verlos. «Te extrañé, boluda», dice. Se termina de un trago su latita y la deja en la baranda, liberando su mano. Me encierra rodeándome la espalda con el brazo, sus dedos frescos de condensación en mi cintura. Disimulo el escalofrío lo mejor que puedo. Es tu mejor amigo, basta. Trago. Lo conocés desde que eras bebé. Es casi incestuoso esto.
Estoy a punto de recuperar la compostura, pero él tiene otros planes. Se inclina sobre mí invadiendo mi campo visual, me despeja un mechón de pelo de la cara con los dedos y me besa. Su boca tiene gusto a alcohol y a otra cosa que no identifico. En los instantes previos al final de mi lucidez deduzco que ese es el sabor a Martín. Su mano está ahora en mi nuca y yo daría cualquier cosa por no estar tan transpirada. La consciencia de mi estado de veranez pegajosa agrava aun más la situación.
La lengua de Martín acaricia la mía con furia. Su respiración contra mi mejilla me sofoca. Dudo que él piense lo mismo de mí: la última vez que inhalé fue hace años. No me atrevo a arriesgar despertarme.
Finalmente, el que se retira es él. Me mira a los ojos y dice: «Es un asco este calor. ¿No querés que vamos adentro y prendo el aire?». No atino a hablar. Le indico que sí con la cabeza y me lleva de la mano.
Entramos. Me da la espalda para cerrar la puerta y las cortinas. Busca el control remoto del aire y presiona con poca paciencia algún botón. Me doy cuenta de que él también está nervioso. Me pregunto si cambiar de ambiente rompió nuestro hechizo. Soy su mejor amiga. Me miro las manos, no sé dónde ponerlas.
Martín sigue de espaldas a mí, y justo cuando voy a decir algo, se da vuelta y me ofrece un vaso de agua u otra cerveza. En la parte delantera de su bermuda sobresale un bulto. Para disimularlo, vuelve a darme la espalda y enfila hacia la cocina sin esperar mi respuesta. Lo sigo y pienso en sitios donde poner las manos: ahora se me aparecen con mayor claridad.
Martín saca una hielera del freezer y la voltea dejando caer en un vaso el hielo. El movimiento le marca la vena del antebrazo. Las actividades para ocupar mis manos se siguen sucediendo en el carrusel de mis pensamientos. Trago saliva sin saber si estoy haciendo ruido o no. Martín saca una botella de la heladera y sirve agua en el vaso con hielo. Me lo alcanza sin mirarme. Vuelve a guardar la botella y se rasca la nuca, sus dedos lastiman superficialmente el silencio. Me llevo el vaso a la boca y lo miro a él. Bebo un par de tragos sin dejar de sostenerle la mirada. Apoyo el vaso en la mesada y me acerco a él, arrinconándolo contra la heladera. Le doy un beso de agua helada. Su boca está tibia y fantástica. Sus manos me recorren la espalda con una suavidad insoportable. Por fin las baja y las mete adentro de mi remera. Me acaricia en serio ahora, sus manos avanzando por mis costillas y mi cadera. Confirmo que tengo el don de seguir viviendo luego de varios minutos sin respirar.
«Hijo de puta», le digo entre dos besos, «me fuiste a abrir en cuero a propósito». Él se sonríe mirando al suelo y me vuelve a besar. Me muerde el labio inferior apenas, apenitas, con los dientes y ya estoy lista.
«No me mostraste tu cuarto», le digo.
Es tremendo lo que escribís. Que manera de hacer imágenes en mi mente, me hiciste llorar también, muy lindo