Hace un tiempo me compré una libretita preciosa. De hojas blancas lisas, forrada en una tela estampada de pájaros, con pequeñas carátulas separadoras lisas, también, pero de colores, un elástico magenta para mantenerla cerrada y una cintita señaladora haciendo juego en el mismo color. Sólo porque la vi y me gustó. Pensé que ya le encontraría un uso.
Pasaron meses y la libreta seguía en un estante de mi pieza sin haber sido estrenada. La cuestión se volvió casi sagrada: a veces necesitaba anotar cosas pero sacaba hojas de otro lado, arrancaba un post it o escribía sobre mi mano izquierda con tal de no usar la libretita para algo tan banal como un número de teléfono o una lista de cosas por hacer. Llegué a pensar que tal vez jamás se me ocurriría una idea digna de ser anotada en la libretita, y esa posibilidad me angustió hasta el punto tal que cada vez que miraba hacia ese estante y la veía, ahí recostada, juntando polvo (porque además se me da bastante mal la limpieza), me frustraba no haber pensado todavía en nada lo suficientemente apropiado para formar parte de sus hojas. Me invadía un sentimiento de insuficiencia y casi podía escuchar a la libretita reírse de mí.
Hoy me levanté como un martes común. Tomé un mate cocido porque desde la última vez que tuve gastritis intento disminuir mi consumo de café. Como lo hago cada quince días, fui a mi clase de canto. Angie, mi profesora, me hizo pararme frente a su espejo que ocupa toda una puerta para observar la tensión de mi cuerpo al vocalizar. Me dijo que avancé mucho, a pesar de ir a clases sólo cada dos semanas. Me preguntó si yo sentía que había progresado; le contesté que por momentos lo siento, pero en otros momentos no. Me preguntó qué me gustaría cantar la próxima clase, y yo dije que algo de Spinetta. Ella cantó unos versos de Seguir viviendo sin tu amor mientras me despedía, aunque yo pensaba más bien en Las habladurías del mundo. Fui a la facultad. Como todos los martes, hablé por la radio del laboratorio sonoro de la facu. Defenestré a los Guns N’ Roses y alabé a Michael Jackson. Hablé de lo extrañamente poco atractivo que es Bono. Fui a mi clase de francés y aprendí qué es el FN (Front National) y la palabra encore. Volví a mi casa con la sensación de haber cumplido con un día más del año. Admito que he querido volver a algún estadío pasado en el que la vida no se tratara de la rutina de cumplir, pero ¿cuándo? ¿en la secundaria, donde estaba obligada a aprender matemática o, aún peor, electrónica? ¿acaso en la escuela primaria, cuando tenía que asistir a educación física y a clases de guitarra que no me gustaban porque alguien así lo había decidido? ¿o quizás en las primeras etapas de mi vida infantil, cuando debía llorar a los gritos porque algún instinto de hambre o dolor así me lo ordenaba? No sabría precisarlo.
En definitiva, allí estaba yo, sentada frente a mi escritorio con dos facturas y un agua saborizada que tomo cuando tengo mucho antojo de gaseosas, porque desde la última gastritis no puedo ni ver una coca cola sin sentir una patada en el estómago. A mi derecha, una estantería donde tengo todas las fotocopias de la facultad, una cantidad probablemente excesiva de esmaltes de uñas en una caja de plástico transparente, algunos souvenires de viajes ajenos, y mis libros. Entre ellos, camuflada, mi libretita sagrada me espiaba. Adiviné sus ojos de papel clavados en mí y reparé en ella: debe hacer como un año que la tengo. La saqué del estante y la contemplé. La vida y las libretitas son cosas demasiado mundanas, infinitamente menos significativas que mis progresos como cantante o como locutora o francoparlante. Sin pensarlo demasiado arranqué de un tirón la primera hoja. La hice un bollo y la tiré a la basura. De otro estante saqué una birome bic negra y anoté en la segunda hoja: «Estoy escribiendo en la libretita sagrada».
Laura
Me encantan los textos con anécdota mínima que empiezan a soltar ramas y rulos… Estás escribiendo muy bien!