Inspirado en Aguafuertes Porteñas
Se puede decir, con poco temor a equivocarse, que desde que existe el ser humano, existe el perro. Un ser de curiosísimas y absurdas costumbres, como idolatrar al hombre, que tan pocas veces dudó en guillotinarle los testículos, encerrarlo para ejecutarlo en una perrera, o simplemente propinarle una patada exclamando “¡juíra, bicho!”.
En esa sinrazón de confiar en las personas, el can hace lo imposible por ganarse el afecto de ellas. Basta tan sólo con dirigirle una mirada a un ejemplar canino en la calle para convertirse en víctima de su acoso. Como un adolescente inundado de hormonas que busca “levantarse” a la primera fémina que sus ojos lleguen a interceptar, el perro también va de levante. Él se enamora a primera vista de todo humano que le dedique un instante de atención, y entonces, ante la posibilidad de perderlo para siempre, a la sabandija no le queda más remedio que perseguir al sujeto. Y que a éste no se le vaya a ocurrir acariciar al animal, hablarle o aún chasquearle los dedos, porque ahí sí que no se salva más. Ahí sí que va a tener que sacrificar dos recipientes de su inventario, uno para agua y otro para alimento balanceado del perruno. Se va a tener que armar de paciencia y enseñarle a no ladrar, a no morder, básicamente a no hacer nada relacionado con su especie, a cambio de brindarle a él un refugio y, de vez en cuando, cariño.
Tengamos por ejemplo a mi perra Frida. Ayer, indómito espíritu errante de las calles de Rosario. Bestia salvaje de la jungla de cemento, que les ladraba a gatos y automóviles por igual. Hoy, reina de la casa. Bebota mimada y consentida a más no poder. Limpia, obesa y vacunada, esta nueva burguesa lo pensaría cuatro o seis veces antes de orinar en un piso encerado de parqué. Es el zorro domesticado del Principito.
Pero en el instante en que pisa la calle, vuelve a ser la vieja Frida. Desgarra bolsas de basura con su mandíbula en busca de yerba lavada y cáscaras de fruta. Persigue a palomas y a otros perros. Corretea sin ton ni son con la lengua colgándole del hocico, ondeando al viento cual bandera. Pareciera tener un abanico por cola. Al verla tan rústica y tan feliz, no puede uno más que preguntarse para qué tanto sacrificio. “Si al final no me necesita”, pienso, mientras la miro correr desde el zaguán de mi casa. ¿Por qué nos rendimos tan fácilmente ante sus caras bobas y tristes que apelan a nuestra compasión?
Es que ellos, cuando se enamoran a primera vista de un humano y lo quieren conquistar, recurren justamente a la lástima. Hacen la mueca de pobrecito con la cabeza agachada y el rabo entre las patas. Se lamen el pelaje sarnoso con afligida parsimonia. Se rascan apasionadamente el lomo donde una mora una metrópoli de pulgas. ¡Incluso llegan al extremo de hacerse los rengos! Todo esto en pos de un amor que terminará por sofocar sus instintos y enajenarlos hasta los límites de su propio ser. Que les pondrá collar, correa, bozal y hasta ropita en invierno, dura humillación.
Es como dice la canción: “soy un tonto en seguirte como un perro andaluz”. Claro que yo no sabría decir cómo son los canes provenientes de Andalucía, pues nunca tuve la suerte de visitar ese lugar. Sin duda ha de ser un sitio lleno de esos animales hostigadores que anhelan la compañía de quienes nos hacemos llamar sus mejores amigos.

Pero lo cierto es que los perros son realmente tontos al seguir a las personas. No obtienen grandes recompensas por sus constantes demostraciones de devoción. Lo único que reciben es una ración diaria de afecto y, ocasionalmente, sobras de asado del domingo. ¿Acaso es esto suficiente? El hombre recibe del can un amor incondicional que difícilmente encontrará en su propia especie. Además, el animalito proporciona alegría a niños y ancianos. Y por si esto fuera poco, el bicho viene programado como un búmerang que devuelve a su amo cualquier objeto que sea lanzado en su dirección.
Por todo esto y mucho más, considero que el ser humano percibe una plusvalía en esta relación. Pero al fin y al cabo son ellos quienes nos siguen. El misterio es por qué lo hacen. Quizás sea una atención de Dios para con nosotros. “Les enviaré plagas, inundaciones y políticos corruptos, pero aquí tienen a los perros andaluces como premio consuelo”, tal vez haya dicho el Todopoderoso. También es posible que las pobres bestias sean tan brutas que no puedan darse cuenta de la libertad que pierden al casarse con una familia humana. Pero tal vez, y este pensamiento me desvela en las noches, tal vez sean ellos los inteligentes. ¿Han pensado en esa posibilidad? Tal vez los perros sean más inteligentes que los amos. Quizás son tan inteligentes que cayeron en la cuenta de que, para controlarnos, la forma más idónea es hacernos creer que nosotros los controlamos a ellos. Quizás los canes planean dominar el mundo y someter a la especie humana, haciéndonos comer sus sobras y llevándonos de paseo con correas. Sí, ya me la imagino a Frida sirviéndome un plato de yerba podrida y cáscara de banana.
Laura