Pensar en nada

No sé qué es ni de dónde viene ni cómo o cuándo callará, pero ahí está de nuevo. Tan extraño como esos camiones de dos pisos que transportan autos. Por cierto, ¿han pensado alguna vez en ellos? Los camiones embarazados, digo. Ellos transportan automóviles y si uno deja de pensar ahí, está todo relativamente bien y las fuerzas que equilibran tan pero tan delicadamente el universo descansan con un suspiro de satisfacción, ambas manos entrelazadas y apoyadas en la nuca y los pies cruzados sobre el escritorio.

Pero he aquí el asunto mismo: a mí eso de dejar de pensar por un instante me cuesta una inmensidad. Yo sigo conectando ideas, uniendo más axones con más dendritas y se me ocurre: ¿cuál es el vehículo encargado de transportar a los camiones encargados de transportar automóviles encargados de transportar humanos encargados de transportar estas ideas estrambóticas y, ocasionalmente para el sexo femenino, algún que otro ser humano en formación? Pienso en algún tipo de nave espacial, pero descarto esta posibilidad por impráctica. ¿Algún buque, quizás? Podría ser, pero mejor volvamos sobre el punto que intentaba desarrollar antes de caer en la trampa de mi propia mente.

Pensar es, de hecho, peligroso. Es tentador creer que se puede simplemente coquetear con el pensamiento de rato en rato, pero que, cuando uno así lo desee, podrá dejar de pensar sin ninguna dificultad. La realidad dista de esta futil fantasía: cuando se empieza a pensar, los pensamientos brotan de la cabeza como cabellos que crecen y crecen y, si no se peinan adecuadamente, pueden enredarse hasta el punto de lo estéticamente desagradable. Funcionan análogamente los cerebros y las cabelleras: hace falta el uso periódico de tijeras para emparejar y renovar. Esas tijeras pueden cobrar absolutamente cualquier y todo tipo de formas, a menos, claro, que se trate de tijeras literales en lugar de metafóricas, en cuyo caso sólo pueden tomar forma de tijeras, que sirven para hacer cortes sobre algunas superficies, pero no para mucho más.

Dediquémonos, pues, a las tijeras metafóricas, más variables e interesantes. ¿Qué se puede hacer para cortar en cualquier punto un hilo de pensamiento con su correspondiente dosis de nudos y enredos? Hay aproximadamente tantas respuestas como personas que se hayan hecho esa pregunta. Hay quienes se entregan a una pastilla, a una jeringa, a una botella de Jack Daniels. Están los que se lanzan con furia a los brazos de morfeo. Por mi parte, prefiero sumergirme en un universo ficcional creado por otros con el exclusivo propósito de sustraerme de mis pensamientos. No a mí en particular, por supuesto, sino a los millones de personas que cada universo ficcional pretende atrapar como la luz eléctrica a los insectos. Claro que esta tijera metafórica contiene un elemento de riesgo: no es lo mismo una novela de Stephen King que una de Milan Kundera.

Bastará un sencillo ejemplo para comprender cómo funciona realmente el mecanismo del universo ficcional. Supongamos que el sujeto, por casualidades de la vida, se topa con un espejo. Supongamos que empieza entonces a pensar, proceso que, predeciblemente, provoca un efecto de avalancha de pensamientos en uno: “Qué importante que es la imagen personal en nuestra cultura. Es casi como si creyéramos que nuestra imagen determina nuestra personalidad, nuestro intelecto, nuestra alma. ¿Y si en realidad la imágen no fuese más que una ilusión? ¿Y si nuestra imagen fuese una fachada que nos impide descubrir quiénes somos realmente? Y si nos quitan esa fachada, que es todo lo que en verdad tenemos, ¿sabríamos cómo reconocernos a nosotros mismos?”. Como será fácil observar, este hilo de pensamiento no puede llevar a conclusiones optimistas. Al final del camino erigido con estas reflexiones sólo hay desasosiego y angustia. La clave para evitar llegar a ese punto está en dejar de pensar, para lo cual no hace falta más que empezar a ver una serie televisiva que sea lo suficientemente atrapante como para inhibir la cavilación.

Ahora bien, en algún momento dado, la serie televisiva, la novela o el videojuego concluye. Incluso la botella de Jack Daniels pasa de llena a medio llena o medio vacía, dependiendo de la postura filosófica del consumidor, hasta quedar completamente vacía. Sea cual sea, la distracción llega a su fin y en ese momento uno queda solo, un poco aturdido, enfrentando una realidad con respecto a la cual ya ni siquiera está al día y ahí es cuando uno lo ve, ahí aparece de nuevo. No se sabe qué es, pero está ahí, se lo puede sentir, respirar, es casi tangible. Ese sentimiento.

Laura