No vamo a calmarno

Nos habían dicho que el Encuentro nos iba a cambiar la vida y la verdad es que yo estaba un poco escéptica. La Rochi comentó que esperar eso era ponerle una expectativa demasiado alta a un taller de dos días, y estuve de acuerdo, agregando que todo lo que promete cambiarle a uno la vida es un poco sospechoso. Nos reímos mientras el solcito del sábado nos lamía la piel.

Para mis amigas y yo, el 31º Encuentro Nacional de Mujeres, celebrado el fin de semana pasado en nuestra ciudad, era el primero al que íbamos. Con cifras abrumadoras como setenta mil asistentes y sesenta y nueve talleres, parecía que no eran sólo vidas las que se estaban transformando, sino toda nuestra sociedad. El clima primaveral acompañaba nuestro optimismo entusiasta.

Los talleres a los que fuimos transcurrieron alegremente entre mates, bizcochitos y la adquisición de más panfletos de los que podíamos leer. Debatimos estrategias para hacer valer nuestros derechos e impedir que agentes externos sigan decidiendo sobre nuestros cuerpos y nuestras vidas. Firmamos petitorios para la liberación de nuestras compañeras presas políticas. Escuchamos bandas y tomamos varias cervezas y un vino aguerrido que nos rompió el destapador.

El domingo era la marcha. Hacia las seis de la tarde, la columna lista para partir desde la plaza San Martín era tan gruesa que sentíamos cierta claustrofobia a pesar de estar al aire libre. A los miles de banderas partidarias, sindicales y de organizaciones de todo tipo se sumaban carteles con consignas como “Ni una menos por abortos clandestinos”, “Cupo laboral trans ya!”, “Puta, pero no tuya”, “Vivas nos queremos”. Encontramos como pudimos a nuestras amigas en la multitud y empezamos a marchar. Mientras caminábamos, entonábamos cantos sobre cómo el feminismo popular vencería al patriarcado y sobre los derechos que exigíamos.

En las esquinas, los automovilistas se prendían de sus bocinas con rabiosa impaciencia. Cabe preguntarse cómo es que no había un operativo de tránsito para contener la situación, siendo que la comisión organizadora del Encuentro había notificado a la Municipalidad del recorrido que seguiría la marcha hacía semanas.

Cuando pasábamos por Oroño y veíamos que la marcha no doblaba en ninguna de las calles transversales, comentamos entre nosotras: “¿Por dónde vamos a ir?” “¿Te imaginás si doblamos por Pellegrini?” “Nah, no creo.” “Nunca pasan por Pellegrini las marchas.” “Igual estaría buenísimo”. Y de pronto estábamos pisando la rotonda para agarrar la avenida. A nuestro lado, algunas compañeras pintaban las paredes de Tribunales con consignas, algunas más provocativas que otras. La columna de gente era impresionante. Mi amiga Ani me dijo: “Estamos haciendo historia”.

Sentíamos un orgullo y una alegría incontenibles. En aquella caminata se resumía lo que habíamos construido en esos dos días en los talleres y las fiestas, pero también la construcción que venía de antes: de los talleres de la escuela de género a los que habíamos ido algunos sábados, de nuestras conversaciones cotidianas donde siempre, inevitablemente, terminábamos hablando de feminismo, de la materia de Introducción a la Perspectiva de Género que cursamos en la facultad, de nuestras lecturas. Esto era. Caminar sin sentir miedo. Que las calles no fueran un espacio ajeno, sino nuestro. Tener la posibilidad de caminar por la calle con el torso desnudo, como la tienen los varones, aun si no quisiéramos ejercerla. Gozar de nuestros plenos derechos. No más que eso pedíamos, y si estábamos tan a gusto marchando así, quizás fuera porque no podíamos caminar tan tranquilas casi nunca, y hasta ese momento no nos habíamos dado cuenta. No sé si el Encuentro nos cambió la vida, pero sin duda la marcha fue una ocasión feliz. Por lo menos hasta una cuadra antes de la Catedral.

El punto de llegada de la movilización era el Monumento a la Bandera. Hacia él nos dirigíamos por calle Santa Fe cuando la marcha empezó a retroceder. Estábamos llegando a Laprida. No entendíamos nada, pero de golpe toda la gente que estaba adelante nuestro se nos vino encima y varias corrían en dirección contraria al monumento. Con Ani intercambiamos miradas de qué-carajo-está-sucediendo y buscamos con la vista a nuestras amigas, que estaban más atrás. Alguien explicó que íbamos a esperar un momento por motivos de seguridad y luego seguiríamos avanzando. La movilización se detuvo. Estábamos preocupadas, pero mientras siguiéramos todas juntas nada iba a pasar.

Retomamos la marcha y entonces se escucharon disparos que parecían venir de muy cerca. Más tarde me enteraría por relatos de amigas de que la policía, acuartelada hasta último momento detrás de la valla con la que habían cercado la Catedral para la ocasión, había salido a reprimir con balas de goma a las mujeres que llegaban, detrás de un grupo reducido de católicos que rezaba en voz alta en la puerta de la iglesia a modo de protesta contra la marcha. Algunas versiones afirman que las manifestantes lanzaban cascotes hacia la catedral. Otras aseguran que se trataba de varones infiltrados que no pertenecían a la marcha. Yo no llegué a ver nada de eso.

La marcha retrocedió de nuevo, y esta vez cesaron también los cantos. Se oyeron tiros nuevamente y todas nos agachamos haciendo cuerpo a tierra, con la sensación de estar todavía demasiado erguidas, demasiado lejos de ese suelo que no era alcanzado por las balas de goma. Tuve miedo. Sentía el impulso de salir corriendo, pero no habría sabido hacia dónde, porque no podía ver de dónde venían los disparos, y no podía dejar sola a Ani, la única de mis amigas a quien no había perdido de vista. La marcha rápidamente organizó una salida por Laprida y se desvió para protegernos, pero no pudimos llegar al Monumento. Caminamos por el Bajo hasta el playón del parque España mientras intentábamos comunicarnos con las que faltaban para verificar que estuvieran bien. Algunas difundían desde sus celulares fotos y videos de la represión. Una chica preguntaba si alguien había visto un teléfono con una funda violeta que se le había caído en la huida.

El panorama era de bronca y amargura. Una vez más las fuerzas de seguridad habían querido callarnos y silenciar nuestro reclamo. Querían dispersarnos y parecía que lo habían logrado. Ya no estábamos seguras caminando por la calle: nos habían devuelto súbitamente al lugar del temor. Sin embargo, horas más tarde, un festival con bandas de cumbia daba cierre al Encuentro en la explanada del Monumento. “Qué momento, qué momento. A pesar de todo, les hicimos el Encuentro”, cantamos. Con la música alegre recuperamos el ánimo y a las tres de la mañana, cuando terminó la última canción, nos arrastramos hacia nuestras casas con los músculos adoloridos y las voces roncas.

El lunes, al ver los comentarios indignados de amigos y conocidos por los “destrozos ocasionados por el Encuentro de Mujeres en la ciudad”, me frustré. No podía entender cómo para tantas personas era más importante la propiedad dañada que la salud y la integridad de las mujeres que habían sido heridas ayer durante la represión. Incluso me sorprendí al notar que muchos insistían en llamarnos violentas por haber pintado paredes con aerosol. La implicancia no sólo era que el vandalismo revestía el mismo nivel de gravedad que la violencia institucional sino, sobre todo, que nosotras habíamos provocado esa respuesta policial al vandalizar las calles. Me enfurecí, porque entendí que esta mentalidad es la misma que pretende silenciarnos, diciéndonos: no luchen, no se organicen, no pinten, porque miren que después les va a pasar esto.

La represión policial estaba preparada de antemano, y habría sucedido con o sin las pintadas. Me parece que plantear la cuestión en términos de si pintar paredes está bien o está mal es correr el eje de la discusión que debería ser acerca de nuestros derechos. Las fuerzas de seguridad pusieron en riesgo a miles de personas en pos de preservar la fachada de un edificio privado como lo es la Catedral, y eso es inaceptable. A mí, que ni se me había ocurrido graffitear durante la marcha, me dieron ganas de salir y pintar con aerosol el mundo entero sólo para demostrarles que no nos van a frenar.

Laura

De qué hablamos cuando gritamos #NiUnaMenos

Viernes 3 de junio, 20:30 horas. Es el anochecer del día más frío y largo de mi año. Llego a mi casa después de una jornada de trabajo, un turno con la dentista y un paso fugaz por la marcha. Estoy cansada, pero igual voy a comer con amigos. Mientras me cambio, escucho el audio que dejó una amiga de la secundaria en un grupo de Whatsapp que compartimos:

Che, ¿qué onda que están con todo esto de ni una menos? Yo nunca voy a esas marchas porque me parece que es una pelotudez hablar de que solamente las mujeres son víctimas de maltrato masculino. Si bien es cierto que estadísticamente es más probable que los hombres maltraten a las mujeres, yo creo que muchos hombres no deben denunciar porque les da vergüenza, porque los estigmatizan por ser maltratados. Hay muchísimos tipos maltratados y asesinados por sus mujeres que no salen a la luz y me parece que tendría que ser “ni una persona menos”, no una mujer nomás.”

Pienso un momento si responder o no, mientras me pongo unas medias abrigadas. Decido no hacerlo, estoy apurada. Pero mi amiga manda otro mensaje a continuación de su audio demandando específicamente mi opinión: de las cinco personas que integramos este grupo de Whatsapp, yo vengo a ser la feminista designada.

Grabo y envío mi respuesta camino a la parada del colectivo. Explico que de lo que se trata #NiUnaMenos no es de acusar a los hombres. Que hay tipos de violencia que afectan específicamente a las mujeres por el hecho de ser mujeres: la industria de la trata de personas genera ganancias por 32.000 millones de dólares anuales en el mundo, y según la Organización Mundial de la Salud, una de cada tres mujeres experimenta violencia física o sexual por parte de su pareja. Alego que el machismo atraviesa la sociedad y sus instituciones, y que la marcha sirve para mostrar esas injusticias, visibilizarlas para que nos hagamos cargo de no seguir reproduciéndolas.

Y entonces se desata la avalancha. Mi trayecto en colectivo de unas treinta o cuarenta cuadras, que pensaba llenar escuchando el nuevo EP de los Strokes, se hace corto gracias al debate del grupo. Y en forma análoga a mi uso del transporte público, no me voy a bajar hasta no llegar a destino, sin importar lo cansada que esté ni las ganas que tenga de estar escuchando Future Present Past. Me digo a mí misma que esto me pasa por juntarme con personas tan distintas a mí. Pero, pensándolo mejor, creo que la cosa es exactamente al revés.

Cuando empecé la facultad, hace cinco años, mi círculo de personas cercanas cambió. Por fin estaba en un ambiente donde la mayoría de la gente pensaba más o menos como yo, y encontrar esta validación de mis ideas políticas fue una experiencia transformadora. Pero ahora, esta burbuja cotidiana me juega en contra. Doy por sentado que nadie puede no adherir a las consignas de la marcha Ni Una Menos, lo cual no tiene sentido. Si todos adhiriésemos, no haría falta marchar.

Entonces, hoy escribo esto. No porque crea ingenuamente que puedo hacer cambiar de opinión a alguien que tiene sus ideas tan arraigadas como yo tengo las mías; pienso que mi deuda pasa por otro lado. La conversación de esa noche fue una encarnación de la célebre teoría del agenda setting que estudiamos en comunicación social. Contra gran pronóstico, las mujeres que organizaron el hashtag NiUnaMenos lograron instalar el tema de la violencia de género en la agenda mediática, aún si es efímeramente, aún cuando Tinelli twittee el hashtag para luego proceder con su programa como si nada.

Ahora propongo profundizar ese debate que viene apareciendo. Para eso, tomé nota de algunos argumentos en contra del #NiUnaMenos que escuché y los respondí según mi opinión personal, de modo de continuar la conversación:

Tenemos que dejar de decir que los hombres nos maltratan y hacen lo que quieren con nosotras porque hoy en día las mujeres, al menos en nuestro país, tenemos muchísima participación. En Pakistán sí hay violencia de género. Mirá la historia de Malala. Los talibanes tiran bombas en las escuelas porque no quieren que las mujeres aprendan.”

He leído sobre Malala, pero no conozco la historia ni la coyuntura actual de Pakistán. Sí creo que probablemente tengamos una visión simplista y estereotipada de muchas realidades complejas de los países musulmanes.

De todos modos, siguiendo esta lógica, no luchemos nunca por ninguna causa, porque siempre habrá alguien que va a estar peor. No exijamos el fin del maltrato animal en Argentina, si en Canadá golpean focas. No veo por qué conformarnos con lo que hay, cuando todavía nos falta una educación sexual que nos enseñe que existe la no-heterosexualidad, nos falta desbaratar las redes de trata, nos falta que las mujeres trans tengan opciones laborales aparte de la prostitución, nos falta poder decidir sobre cómo parir, y nos falta que no nos apoyen en los colectivos.

La maldad y la locura la pueden tener tanto un hombre como una mujer. Los genitales no definen todos esos aspectos en una persona. Hay tipos violentos, pero hay minas hijas de puta.”

El problema con estos argumentos es que la violencia de género no es una patología de alguien en particular que es violento o violenta. Existe un sistema entero instituido en el machismo, que atraviesa todos los aspectos de nuestra vida: las leyes, los valores, las artes, la profesión que elegimos y la forma de relacionarnos con los demás. En nuestra infancia, por ejemplo, nos proponían productos, juegos y colores diferenciados según nuestro género. Así fuimos construyendo nuestra identidad. Cuando éramos adolescentes, aprendimos que tener relaciones sexuales nos convertía en putas. Al mismo tiempo, los varones aprendieron que no hacerlo era vergonzoso.

Un tipo no le pega a una mujer en el vacío, esos hechos ocurren en un contexto, un lugar y una época, con todo lo que eso implica. Decir que la violencia no tiene nada que ver con el género es ignorar ese contexto. Es como decir que las personas en situación de calle no tienen nada que ver con el sistema capitalista.

Mis tíos se divorciaron y ahora ella no le deja ver a los chicos. Las leyes siempre benefician a la mujer en el tema de los hijos.”

Estos casos familiares los deciden jueces que pueden tener (y de hecho tienen) prejuicios. Es común que se asuma que la mujer es más capaz de hacerse cargo de los hijos que el varón, y eso es una concepción machista de la familia. El tema es complejo y hay que tener en cuenta que no todas las familias están formadas por una mamá y un papá.

A mí nunca me trataron mal/diferente por ser mujer”

Me acuerdo que la persona que me dijo esto me contó en 2006, cuando teníamos doce años, que el barrendero de su cuadra le chiflaba y le decía piropos que la incomodaban y le daban miedo. Aparte de esta experiencia, ya hablé de cómo se nos trata de forma distinta desde el momento en que nos regalan una muñeca en vez de una pistola de juguete.

Pero aún si la realidad fuera como ella dice, creo que también es importante solidarizarnos con quienes sí vivieron situaciones de discriminación o de violencia. Las más afectadas suelen ser las mujeres más pobres y las trans, y me parece que no marchar a su lado es perpetuar su marginalización.

Estamos todos de acuerdo en que está mal el maltrato, no sé a quién quieren convencer con la marcha.”

Hay que ver hasta qué punto estamos todos de acuerdo. Hace poco, en Tucumán, condenaron a Belén a ocho años de prisión por haber tenido un aborto espontáneo. Ella ni siquiera sabía que estaba embarazada. En lo discursivo, probablemente podamos encontrar consenso sobre el hecho de que es inmoral maltratar a otro ser humano. Y sin embargo, la cantidad de femicidios se dispara cada vez que se hacen marchas y encuentros de mujeres.

No marchamos para convencer a nadie de nada, porque a las personas no se las convence, a menos que ellas ya estén dispuestas a dejarse convencer (Paul Lázarsfeld lo dice, no yo). Sí entendemos que si provocamos un fenómeno masivo como el #NiUnaMenos podemos hacer que se empiece a hablar de estos temas por los que luchamos. Que se hable de violencia de género en las mesas de las casas y en los grupos de Whatsapp es un logro de la marcha, y no es poco. Es prender una linterna en un cuarto a oscuras. Es abrir una ventana.

***

Este año, a la consigna “Ni una menos” se suman “Vivas nos queremos” y “El Estado es responsable”. Ya no se trata solamente del reclamo de las sobrevivientes, las víctimas y sus familias. Hoy gritamos que queremos vivir, que tenemos proyectos, ideas, sueños. Hoy dejamos claro que somos personas, y que es responsabilidad del Estado garantizar que nuestros derechos se respeten.

Laura