Injusticia por mano propia

Mucho ha sido dicho en los últimos días con respecto a la muerte de David Moreyra, el joven de 18 años que fue linchado por vecinos del barrio Azcuénaga de Rosario tras haber asaltado a una mujer que caminaba con su bebé. Yo intentaré hacer un análisis un poco más profundo de la situación, así que espero sepan disculpar lo extenso de esta entrada.gentemala2

Quienes hayan leído los comentarios de los lectores que aparecen en las noticias sobre el linchamiento en los diarios online habrán notado la magnitud del resentimiento que manifiestan esos leyentes, que justifican el accionar de los vecinos considerándolo un acto de legítima defensa.

No coincido ni coincidiré jamás con ellos: una persona que roba sigue siendo una persona, es el hijo de alguien, el hermano de alguien, el amor de alguien. Si nos parece tan aberrante que un ladrón nos pueda arrebatar a un ser querido para sacarle algún objeto de valor, ¿cómo podemos pensar que si el sujeto que mataron robó, entonces está bien? No encuentro justificación racional para el ejercicio de la violencia.

Es cierto que, estadísticamente, la delincuencia en nuestra ciudad se ha incrementado en los últimos años. A mí me han robado en varias ocasiones. Una vez entraron a mi casa cuando no había nadie y se llevaron muchísimas cosas, volvimos y encontramos un desastre. Otra vez a mi novio y a mí nos asaltaron tres pibes armados con revólveres y uno de ellos me apoyó su arma en el estómago mientras otro me revisaba los bolsillos. Otra vez un flaco me arrebató un bolso donde había poquísima plata y un celular viejo, pero tenía cosas de valor sentimental para mí y algunos documentos que tuve que duplicar mediante trámites engorrosos.

Aún así, yo sigo convencida de que no hay que matar a nadie. De ninguna manera estoy a favor de la delincuencia, pero entiendo que para trabajar sobre esta problemática no sólo no sirve la violencia estructural, sino que es contrapruducente.

Quienes sostienen la postura de la “justicia por mano propia” se equivocan al enfocarse en el problema de la “inseguridad”. Como expresé algunas líneas atrás, la inseguridad es real. Es cierto que existe la delincuencia. Pero ese no es el problema de fondo.

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Cuando me asaltaron esos tres chicos en el año 2010, noté que eran más o menos de mi misma altura y más o menos de mi misma edad. También pude deducir que eran de mi mismo barrio, que fue donde sucedió el atraco. ¿Qué los diferenciaba de mí? ¿Por qué ellos salían a robar un sábado a la noche mientras yo me iba al cine o al teatro o al cumpleaños de una amiga? ¿Por qué ellos no comprendían el valor de la vida de la misma forma que yo? Esas son algunas preguntas que me hice ese día y sé que si yo, con dieciséis años, pude hacerlas, cualquier otra persona en el mundo también se las puede hacer.

Sin embargo, muchas personas no se quieren hacer esas preguntas, porque no les importan estas cuestiones: están mucho más interesadas en que la inseguridad no las toque. Es como si tuvieran una pared en la que periódicamente aparecen manchas de humedad y, en lugar de atinar a esclarecer de dónde proviene esa humedad para poder erradicarla desde su origen, se limitaran a exigir que el gobierno invierta más recursos en pintarla.

Me parece pertinente citar aquí la primera frase de un maravilloso libro que leí este verano, El gran Gatsby:

“Cuando yo era más joven y más vulnerable, mi padre me dio un consejo en el que no he dejado de pensar desde entonces.
«Antes de criticar a nadie», me dijo, «recuerda que no todo el mundo ha tenido las ventajas que has tenido tú».”

¿Por qué es pertinente esta frase? La recomendación que el protagonista recibe de su padre ilustra, a mi entender, una cuestión fundamental: inseguridad y desigualdad social van de la mano, y en ese sentido somos todos responsables de la inseguridad, en la medida en que no hacemos nada por acortar la brecha social. Lo que me diferencia a mí de esos chicos que me robaron no es mucho más que el azar, o dicho de otro modo, las ventajas que tuve. El azar determinó que mis padres sean profesionales de clase media, que se ocupen mí, que nadie nunca me haya coaccionado a cometer un delito, que ninguna banda narco me haya cooptado. Esas son mis ventajas.

Tal vez los chicos que me asaltaron no tuvieron las mismas oportunidades que yo. O tal vez sí, pero en todo caso aquel elemento causal decisivo que los empujó a transitar el camino de la delincuencia fue circunstancial y, en gran medida, azaroso. Al igual que yo, no nacieron chorros ni malos. Yo podría haber ser uno de ellos y ellos podrían ser estudiantes universitarios como quien escribe.

Empero, el mundo no los ve con los mismos ojos que a mí. Muchos chicos de barrios como el mío ya son marginados por una comunidad que los excluye desde antes de su nacimiento, discriminados por la gente que se cruza de vereda cuando los ve, por la Guardia Urbana Municipal que les pide los documentos cuando van al centro de la ciudad, por una sociedad donde el clasismo ni siquiera está mal visto. Esto se observa hasta en el uso del término “negro” para referirse a un ladrón. La expresión me molesta profundamente porque además de ser clasista, es racista: si decimos que alguien que delinque es un “negro”, significa que estamos equiparando “negro” con “malo”.

Pero, al final, ¿qué se supone que hagamos ante estas situaciones de delincuencia? Yo creo que la confusión respecto a cómo actuar aparece allí donde dejamos de ver a la persona que hay en el delincuente. Cuando hace dos semanas un motochorro golpeó a mi mamá intentando arrancarle el portafolio, los vecinos de la cuadra salieron de sus casas alertados por los gritos de ella. Al verse rodeado, el hombre se dio a la fuga sin el portafolio y sin ser linchado. Aunque ciertamente me dio bronca que agredieran a mi mamá, me alegró saber que la reacción de mi comunidad fue de contención hacia ella y no de venganza contra el agresor.

Si logramos comprender que quien comete una infracción es un ser humano igual que nosotros, entenderemos también que tiene derechos: a la vida, a la defensa, a la presunción de su inocencia, a recibir asistencia médica. De esta forma, las penas para los delitos serán entendidas no ya como un castigo sino como una forma de reinsertar al individuo en la sociedad de forma productiva y asegurar que no reincida en las conductas delictivas. Se encarará de una forma diferente todo el sistema penal y se llevarán adelante verdaderas reformas sustanciales en su código.

Después de todo, todos hemos infringido la Ley en algún momento de la vida. Todos hemos conducido un auto bajo los efectos del alcohol, pintado un graffitti, fotocopiado algún libro, evadido impuestos, o mantenido relaciones sexuales con una prostituta. No podemos creernos autoridad moral, porque todos hemos cometido errores y hemos sido irresponsables, y nunca nos juzgamos a nosotros mismos tan duramente como lo hacemos con los demás. Como escribió Marcelo Alvarez desde su cuenta de Facebook: “Me pregunto cuántos de esos que participaron en la golpiza compraron alguna vez algo robado…”

Laura