En la última década y media se ha estado gestando un debate en torno a la educación en Argentina y en el mundo. La escuela como institución ya no satisface las demandas de una sociedad occidental que avanza a mayor velocidad que todo cambio en el sistema. “A pesar del empeño de los ministerios y de los docentes, lamentablemente la escuela sigue empleando estrategias que, en el mejor de los casos, provienen de hace 30 años”, afirma María Susana Flores, vicedirectora de la escuela primaria provincial Nº 1078 de Rosario.

La escuela, empero, sigue siendo un espacio de socialización que, en principio, provee referentes adultos apropiados. La alfabetización y los conocimientos curriculares básicos se adquieren casi exclusivamente en la escuela. Es, ante todo, un lugar de estructuración del pensamiento y la personalidad.
Existe, paralelamente, toda una serie de espacios no curriculares, donde el sujeto puede formarse en toda clase de disciplinas. Estos constituyen la educación no formal, que abarca todo tipo de instancias educativas que se llevan a cabo fuera del marco institucional escolar.
Emerge de lo precedente una dicotomía entre dos perspectivas sobre la educación. De un lado, la educación formal, institucionalizada en la escuela, como lugar de construcción del conocimiento. Del otro, surge la alternativa de la educación no formal, concepto más flexible y heterogéneo.

Aunque los enfoques conductistas y positivistas siguen sosteniendo que el modelo de la escuela tradicional es el adecuado para la formación de individuos que puedan adaptarse a la vida en sociedad, esta afirmación contrasta con los resultados que se observan en la realidad. La fuerte competitividad que fomenta el sistema educativo actual dificulta la transmisión de valores relacionados con la paz, el respeto y la vida en democracia. El régimen evaluativo actual consiste en la comparación de los aprendizajes del sujeto frente a una escala estandarizada. De este modo, la descripción del proceso de aprendizaje que llevan adelante los individuos se reduce a un número, la calificación. Esta situación genera conflictos a nivel emocional y cognitivo en los alumnos: el sistema distingue ganadores y perdedores. Se desestima la importancia de los estados afectivos en la experiencia educativa.

Por su parte, la educación no formal brinda la posibilidad de trabajar por fuera de esta estructura de la competencia. Hay un trato de persona a persona entre el docente y el alumno, donde el vínculo afectivo es tenido en cuenta como un factor fundamental para el proceso de aprendizaje. En estos espacios, los alumnos no son evaluados con calificación, sino que son seguidos de cerca por docentes que se encargan de guiar el desarrollo de los ejes abordados. Además, la amplia variedad de modalidades (deportiva y artística, entre otras) que puede adoptar la educación no formal la constituyen como una herramienta clave para el crecimiento personal de los educandos. Las áreas más lúdicas favorecen la convivencia, la solidaridad y la tolerancia, mientras que otras relacionadas con lo cultural estimulan el interés de los alumnos en las artes y lo humanístico.
En segundo lugar, la educación no formal posee la ventaja de ser indudablemente más placentera. De acuerdo con la directora del espacio de educación no formal Kinder Club Ana Frank de Rosario, Mariela Lazo Fiorino, “el formato y los espacios donde se encuadra la educación formal dejan una parte afuera, que para mí es muy importante en la educación, y es el deseo, el bienestar, la comodidad. Y la educación no formal rompe con esa estructura de lo formal. Hay otra predisposición de parte de los chicos, pero también de parte de los docentes, porque se trabaja más relajado”. La escuela funciona por medio de estructuras rígidas que no siempre contemplan las necesidades y el bienestar de los actores involucrados. Si bien ciertas corrientes pedagógicas afirman que esta rigidez en la estructura es necesaria ya que contribuye a la regulación de la conducta a través de límites marcados, estos límites en la vida real no suelen ser eficaces. María Susana Flores señala que, muchas veces, los niños en la escuela intentan transgredir todo orden posible. Esta transgresión colectiva indica que las estructuras no aportan contención para la conducta de los individuos.

Finalmente, los formatos mismos de la educación formal condicionan el proceso cognitivo del educando. La disposición tradicional del aula, donde los alumnos se sientan uno detrás de otro y el docente está frente a la clase en un escritorio (formación que no favorece al aprendizaje) permanece aun como la más frecuente. “La formación en ronda hoy en día parecería revolucionaria, y sin embargo es algo fácil de hacer y está comprobado que estimula a los chicos. Pero hay resistencia, porque seguimos viendo la escuela como era cuando nosotros éramos alumnos. Los chicos realmente aprenden haciendo, sin embargo los ceñimos a una carpeta, a una hoja de carpeta, a un libro y nos cuesta mucho sacarlos de ahí, a pesar de que hay muchísimas más herramientas que antes”, observa Flores. En este sentido, los espacios donde se llevan adelante actividades de educación no formal suelen contar con un formato más flexible.

Resumiendo: en la actual coyuntura crítica de la educación formal, donde los alumnos no reciben estímulos eficaces y los maestros luchan contra una cultura que no valora el esfuerzo ni la dedicación al aprendizaje, la educación no formal juega un rol central en la formación de las nuevas generaciones. Pero ese rol no es remplazar a la escuela. La educación formal sigue cumpliendo una función organizadora del pensamiento y alfabetizadora. La importancia de la educación no formal radica en la complementariedad que permite con la institución escolar. Es imperioso que ambos espacios se complementen para lograr una formación íntegra, que tenga en cuenta, además del conocimiento curricular, el vínculo afectivo con el otro, el placer y la convivencia, en un contexto sociocultural en continuo cambio.