Cincuenta centavos

Una vida de esclavitud burocrática en aquel ridículo cubo había sido suficiente para Hernán. Estaba listo para jubilarse, como quien vuelve a casa a las seis de la mañana y se siente listo para dejarse caer boca abajo en la cama mientras cada parte del cuerpo se va percatando de que efectivamente bailó toda la noche.

Y entonces le pasó lo que pasa cuando la fiesta termina y hay que irse a dormir: ese maldito zumbido. Una molestia indescriptiblemente sutil que le nacía bajo la piel como una ampolla. Un adefesio sonoro del que no podía escapar ni en la cocina, ni en el baño, ni en la vereda, ni entre las rosas chinas del patio de la Gaby, que siempre lo invitaba con mates asquerosamente dulces. Ni siquiera pudo huir de él al pie del imponente glaciar que había viajado a conocer para celebrar la abolición de su trabajo.

– ¿No estás contento ahora que podés empezar a vivir? -lo interrogó una tarde la Gaby, ingenua.

“¿Vivir?”, pensó Hernán, “Eso era antes. Vivir es conmoverse con un color, un acorde, un guiso calentito al final del día, qué se yo. No esto del café descafeinado y los mediodías en calzoncillos”, reflexionó, y lo alarmó su propia amargura.

Desesperado, Hernán sacó turno con un psicólogo.

El consultorio del doctor Valenti quedaba en pleno centro, en un edificio viejo de tres pisos que pasaba desapercibido con sus angostas puertas de hierro de principio de siglo. Hernán se sentó en la sala de espera con las manos entrelazadas sobre el regazo. Una reproducción de los Lirios de Van Gogh lo miraba desde la pared de enfrente. En la esquina, un revistero vertical exhibía ejemplares obligadamente viejos de la revista Gente. El zumbido atravesaba la habitación de la misma forma en que el silencio no lo hacía.

La sesión fue menos tensa de lo que Hernán esperaba, aunque lo incomodaba pagarle a un extraño para que lo escuchara hablar de sí mismo.

– Son cincuenta centavos -le dijo el doctor Valenti antes de despedirlo.

Hernán hizo una mueca: la tarifa era absurda. Pero el hombre lo miraba totalmente serio, así que se encogió de hombros y metió la mano en el bolsillo.

– No tengo más chico -dijo Hernán, extendiéndole un billete de dos pesos.

El doctor Valenti hizo un gesto reprobador.

– Mis honorarios son estos. Yo te voy a atender y no te voy a cobrar más que esto, pero me tenés que traer los cincuenta centavos.

– Bueno, mirá, hagamos así: te dejo los dos pesos y cobrame de acá cuatro sesiones por adelantado -dijo Hernán, en plan negociador. Pero el doctor no aflojaba.

– Dejá -rezongó -Por esta vez no te voy a cobrar, pero acordate para la próxima que son cincuenta centavos.

Hernán prometió hacerlo y luego se olvidó del asunto por completo.

Para la segunda sesión, los cincuenta centavos se habían fugado de su mente como un presidente en helicóptero.

– ¿Me trajiste la plata? -preguntó el doctor Valenti.

Hernán seguía sin tener cambio. Nuevamente intentó en vano ofrecerle dos pesos, y nuevamente en vano lo reprendió el terapeuta.

La situación se repitió varias veces. Hernán seguía asistiendo puntualmente a terapia. El zumbido también.

Con frecuencia, Hernán se encontraba a sí mismo preguntándose por la cuestión del doctor Valenti. ¿De qué se trataba aquel acto? ¿Había algo que el psicólogo entendía acerca del valor del dinero y que él no podía ver? Cincuenta centavos no alcanzaban ni para dos caramelos. ¿Sería que el tipo estaba loco? ¿O acaso era todo parte de un juego macabro para enloquecerlo a él y así seguirlo atendiendo y cobrándole de por vida? Razonó que esta última hipótesis no cuadraba con los honorarios del hombre.

Pese a todo, Hernán seguía cumpliendo con su cuota semanal de análisis, intrigado al principio por el tema, después ya directamente ofuscado. Cuanto más insistía el doctor Valenti en recibir cincuenta centavos en cambio justo, menos dispuesto estaba Hernán a aceptar esos términos. Llegó a poner a prueba los límites del psicólogo blandiéndole en la cara un billete de quinientos pesos, que el profesional declinó sin perder ni por un instante los estribos.

Un día, al concluir la sesión, el doctor Valenti le planteó a Hernán un ultimatum. O le llevaba la semana siguiente los cincuenta centavos, o él se negaría a atenderlo. La condición impuesta le pareció indignante.

– Pero… ¿Por qué? -preguntó Hernán.

– Yo trabajo así -sentenció el doctor Valenti por toda respuesta.

Irritado, Hernán se retiró del edificio resoplando. Quién se creía que era ese soberbio de Valenti. ¿Qué era esto, alguna clase de experimento psicológico? ¿Con qué fin? Resolvió que esa sería la última vez que iría a verlo.

Esa noche, Hernán soñó con el doctor Valenti. Estaban en un bar tomando cervezas.

– ¿Me vas a decir de qué se trataba el quilombo de los cincuenta centavos? -le preguntó él.

– Te lo voy a decir -dijo el doctorValenti, pero su voz se tornó rara. Parecía una especie de alarma. Hernán despertó; era la Gaby llamándolo por teléfono.

A la tarde, las rosas chinas de la Gaby eran acosadas por sedientos colibríes. “La ceremonia de la naturaleza no tiene fin”, pensó Hernán mientras le hundía los dientes a un sacramento. Alzó la vista: el cielo, vacío de nubes, tajado sólo por el trazo blanco que había dejado un avión, le recordó al color del papel tapiz que tenían las paredes de su habitación de la infancia.

Sintió el olor del pasto y miró hacia abajo. Se fijó en una cadena de hormigas que transportaban ágilmente trocitos de hojas. Las siguió con la mirada hasta la entrada de su escondite, unos metros más allá de donde estaban la Gaby y él. Notó un resplandor al pie del hormiguero y se acercó, agachándose para ver de cerca el objeto brilloso. Era una moneda de cincuenta centavos. Hernán la recogió y la observó extrañado. No podía recordar cuándo había escuchado el zumbido por última vez.

Graciela

Nico da un par de vueltas en la penumbra hasta que se decide a levantarse de la cama. Tiene la boca seca. Mira el reloj: 3:41.

“¿Qué hacemos?”, pregunta ella desde el pasillo, mientras él se tambalea hacia la cocina.

“Yo me vuelvo a dormir”, responde él, y agrega con displicencia: “Vos, no sé”.

Ella sigue hablando, pero Nico la ignora. Va al baño y se mira en el espejo las ojeras: hace bastante que no duerme bien.

 

Vivimos en una casa que me hace acordar a mi amiga Lis.

Una de las primeras cosas que noté de ella cuando la conocí fue su uso del lenguaje. Yo siempre había entendido a las palabras como chicles: se las podía estirar, masticar, y hasta convertir en globos que un tercero mala leche pincharía con su dedo interruptor. En cambio, Lis organizaba sus palabras guardándolas en pastilleros de esos que vienen con un compartimiento por cada día de la semana, y para racionarlas las partía en trozos según dosis precisas definidas por algún extraño criterio. Ella no se ponía una remera sino una reme, no iba a la peluquería sino a la pelu, y no se trasladaba en colectivo sino en cole. No trabajaba en un negocio sino en un nego, y cuando salía de su casa llevaba siempre una mochi enorme donde guardaba no una cartuchera sino una cartu y un montón de otras cosas, entre ellas, una jabonera con su respectivo jabón y una toalla de mano, lo cual me hacía pensar que Lis habría sido una excelente reportera para la Guía del autoestopista galáctico.

La dedicación de Lis a la mutilación de los vocablos llegó al punto tal que un día, mientras estábamos comiendo, me pidió amablemente que le pasara un cuchi, y en ese instante, en alguna parte del universo, estoy segura de que se produjo un agujero negro o una arruga del tiempo, porque cortar la palabra cuchillo debe ser algo así como pretender emborrachar a una botella de vodka: una atrocidad cósmica. Dios no debe estar muy contento, si es que está.

En cualquier caso, yo creo que la afección de mi amiga comenzó con su propio nombre, que jamás le gustó. Apenas tuvo uso de razón, podó a Elisabeth convirtiéndola en la simple y prolija Lis. Quedará entre ella y su analista el preguntarse hasta qué punto será una coincidencia que Elisabeth signifique “Aquella a quien Dios ayuda”, mientras que Lis viene de la flor que formó parte del escudo de Francia en la revolución de 1789.

 

Nuestra casa, como las palabras elaboradas por la lengua de Lis, está permanentemente inconclusa. Nico y yo la heredamos de nuestros padres hace muchos años, y el inmueble ya era viejo en ese entonces. Yo soy de la opinión de que los objetos, al igual que las personas, necesitan jubilarse eventualmente, y una casa no deja de ser un objeto, aunque uno de grandes dimensiones. Pero en definitiva, no nos hemos podido mudar porque no sabemos cómo deshacernos de Graciela.

Ella es un fantasma que vino con la casa cuando la compraron mamá y papá. No es violenta ni aterradora en lo absoluto, pero no la soportamos más.

Graciela falleció en lo que más tarde se convertiría en la habitación de nuestros padres, a la edad de 68 años. Era maestra de lengua en la escuela del barrio y había enviudado muy joven, sin llegar a tener hijos con Alberto a pesar de que un bebé era el sueño de los dos. Le iban a poner Lisandro si era varón, Sarita si era nena.

Mamá y papá aceptaron rápidamente la presencia de Graciela en la casa, y ella se convirtió en un miembro más de la familia. Nos vio crecer como los hijos que nunca tuvo. Pero cuando el tiempo se llevó la vida de nuestos padres, el comportamiento de Graciela se volvió errático en su intento de compensar la ausencia de ellos. Empezó a darnos charla todo el día, a toda hora. Nos sermonea cuando hacemos algo que no se condice con sus valores, aunque objetemos en vano que no es nuestra madre y que se deje de joder. Un par de veces incluso la pescamos diciéndole “Lichi” a Nico.

Ya no sabemos qué hacer. Intentamos poner en venta la casa, pero Graciela se pone a hablarle de sí misma a todo aquel que viene a ver el inmueble y es inútil. El monólogo es tan largo y aburrido que todos salen corriendo. También tratamos de sentarnos los tres a hablar y establecer nuestros límites, pero ella se pone defensiva y se niega a cooperar. Probamos toda clase de exorcismos y macumbas, sin resultado alguno.

Mientras tanto, la casa sigue haciendo apología de la inconclusión. Las correas de las antiguas persianas de madera se rompen, y nosotros compramos los repuestos, pero nunca las reparamos. En el patio tenemos una piscina de esas que se ensamblan con caños y una gran lona. Esta ahí armada, llena de agua estancada desde hace dos veranos. Las bicicletas, tiradas en la intemperie, cosechan una nueva capa de óxido con cada lluvia. Los platos los lavamos solamente cuando no queda ni un escarbadientes limpio en toda la cocina. ¿Qué hacemos con todo esto? ¿Cómo salimos adelante?

Hace unos meses empecé a salir con Juli. Cuando estoy con él, siento que las cosas pueden ser diferentes de como son, y eso me llena de alegría, pero también de angustia. Quizás, la vida es como es porque yo lo permito. Le digo esto a él mientras acaricio su rara melena y se ríe. “Yo estoy acá”, me dice, “no te la vueles”.

Entonces pienso que tiene razón, que las cosas probablemente sean como son sin ningún motivo en particular, y que todos estamos en este mundo al que hemos sido arrojados desde la nada misma, haciendo lo que está a nuestro alcance por no enloquecer, o por enloquecer de la manera más grácil posible. Y se me ocurre que este es también el caso de Graciela. Ella no pidió convertirse en el fantasma de una casa en ruinas. Está tan atrapada en esta situación como nosotros.

Llego a casa y la voz familiar ya me está regañando: “Nena, qué tarde venís”.

“Hola, Gra”, la saludo, “Estaba con Juli en el parque. A que no sabés lo que vimos”.

“¿Qué?”, pregunta con curiosidad.

“Un perrito divino, cruza de beagle con otra raza. Todo negrito, como el que tenías vos cuando eras chica, ¿no? ¿Cómo era que se llamaba?”.

“¡El Toni! Ay, si vos lo hubieras conocido… Te habrías enamorado. Cuando lo trajimos era del tamaño de un zapato. Y no sabés cómo nos hacía reír… ”.

Fátima

Ayer empecé un taller de escritura creativa. Este es el ejercicio que hicimos en la primera clase: inventar una descripción de un/a compañero/a del taller. 

 

Cuando Fátima era chiquita, le dijeron que ella podía ser y hacer cualquier cosa que se propusiera, y eso la asustó, porque en realidad no sabía bien qué quería ser. La idea de ser algo le sonaba lejana, extraña. Cada vez que pensaba en el tema le daba ansiedad.

A Fátima le gusta cantar y bailar. Sus ojos felinos se encienden cuando escucha a Bowie, y de adolescente se había obsesionado con los Beatles. Creyó que ya lo había superado, pero el otro día fue a ver un documental sobre la banda y se le cayó alguna lágrima, del mismo modo en que se cae una moneda de un bolsillo para recordarle a uno que ha estado allí todo este tiempo. Y tal como haría con la moneda, Fátima dejó la lágrima rodar en vez de recogerla y guardársela de nuevo en el bolsillo.

Cuando Fátima dibuja o pinta, siente que es ella misma. Todavía no se le ocurrió soñar con ser tatuadora, aunque le gusta el arte que se lleva en la piel.

Si el mundo estuviera lleno de Fátimas, sería uno suave. Aterciopelado. Un mundo donde las personas les pedirían disculpas a las baldosas por tropezarse con ellas, pero después se arrepentirían.

No vamo a calmarno

Nos habían dicho que el Encuentro nos iba a cambiar la vida y la verdad es que yo estaba un poco escéptica. La Rochi comentó que esperar eso era ponerle una expectativa demasiado alta a un taller de dos días, y estuve de acuerdo, agregando que todo lo que promete cambiarle a uno la vida es un poco sospechoso. Nos reímos mientras el solcito del sábado nos lamía la piel.

Para mis amigas y yo, el 31º Encuentro Nacional de Mujeres, celebrado el fin de semana pasado en nuestra ciudad, era el primero al que íbamos. Con cifras abrumadoras como setenta mil asistentes y sesenta y nueve talleres, parecía que no eran sólo vidas las que se estaban transformando, sino toda nuestra sociedad. El clima primaveral acompañaba nuestro optimismo entusiasta.

Los talleres a los que fuimos transcurrieron alegremente entre mates, bizcochitos y la adquisición de más panfletos de los que podíamos leer. Debatimos estrategias para hacer valer nuestros derechos e impedir que agentes externos sigan decidiendo sobre nuestros cuerpos y nuestras vidas. Firmamos petitorios para la liberación de nuestras compañeras presas políticas. Escuchamos bandas y tomamos varias cervezas y un vino aguerrido que nos rompió el destapador.

El domingo era la marcha. Hacia las seis de la tarde, la columna lista para partir desde la plaza San Martín era tan gruesa que sentíamos cierta claustrofobia a pesar de estar al aire libre. A los miles de banderas partidarias, sindicales y de organizaciones de todo tipo se sumaban carteles con consignas como “Ni una menos por abortos clandestinos”, “Cupo laboral trans ya!”, “Puta, pero no tuya”, “Vivas nos queremos”. Encontramos como pudimos a nuestras amigas en la multitud y empezamos a marchar. Mientras caminábamos, entonábamos cantos sobre cómo el feminismo popular vencería al patriarcado y sobre los derechos que exigíamos.

En las esquinas, los automovilistas se prendían de sus bocinas con rabiosa impaciencia. Cabe preguntarse cómo es que no había un operativo de tránsito para contener la situación, siendo que la comisión organizadora del Encuentro había notificado a la Municipalidad del recorrido que seguiría la marcha hacía semanas.

Cuando pasábamos por Oroño y veíamos que la marcha no doblaba en ninguna de las calles transversales, comentamos entre nosotras: “¿Por dónde vamos a ir?” “¿Te imaginás si doblamos por Pellegrini?” “Nah, no creo.” “Nunca pasan por Pellegrini las marchas.” “Igual estaría buenísimo”. Y de pronto estábamos pisando la rotonda para agarrar la avenida. A nuestro lado, algunas compañeras pintaban las paredes de Tribunales con consignas, algunas más provocativas que otras. La columna de gente era impresionante. Mi amiga Ani me dijo: “Estamos haciendo historia”.

Sentíamos un orgullo y una alegría incontenibles. En aquella caminata se resumía lo que habíamos construido en esos dos días en los talleres y las fiestas, pero también la construcción que venía de antes: de los talleres de la escuela de género a los que habíamos ido algunos sábados, de nuestras conversaciones cotidianas donde siempre, inevitablemente, terminábamos hablando de feminismo, de la materia de Introducción a la Perspectiva de Género que cursamos en la facultad, de nuestras lecturas. Esto era. Caminar sin sentir miedo. Que las calles no fueran un espacio ajeno, sino nuestro. Tener la posibilidad de caminar por la calle con el torso desnudo, como la tienen los varones, aun si no quisiéramos ejercerla. Gozar de nuestros plenos derechos. No más que eso pedíamos, y si estábamos tan a gusto marchando así, quizás fuera porque no podíamos caminar tan tranquilas casi nunca, y hasta ese momento no nos habíamos dado cuenta. No sé si el Encuentro nos cambió la vida, pero sin duda la marcha fue una ocasión feliz. Por lo menos hasta una cuadra antes de la Catedral.

El punto de llegada de la movilización era el Monumento a la Bandera. Hacia él nos dirigíamos por calle Santa Fe cuando la marcha empezó a retroceder. Estábamos llegando a Laprida. No entendíamos nada, pero de golpe toda la gente que estaba adelante nuestro se nos vino encima y varias corrían en dirección contraria al monumento. Con Ani intercambiamos miradas de qué-carajo-está-sucediendo y buscamos con la vista a nuestras amigas, que estaban más atrás. Alguien explicó que íbamos a esperar un momento por motivos de seguridad y luego seguiríamos avanzando. La movilización se detuvo. Estábamos preocupadas, pero mientras siguiéramos todas juntas nada iba a pasar.

Retomamos la marcha y entonces se escucharon disparos que parecían venir de muy cerca. Más tarde me enteraría por relatos de amigas de que la policía, acuartelada hasta último momento detrás de la valla con la que habían cercado la Catedral para la ocasión, había salido a reprimir con balas de goma a las mujeres que llegaban, detrás de un grupo reducido de católicos que rezaba en voz alta en la puerta de la iglesia a modo de protesta contra la marcha. Algunas versiones afirman que las manifestantes lanzaban cascotes hacia la catedral. Otras aseguran que se trataba de varones infiltrados que no pertenecían a la marcha. Yo no llegué a ver nada de eso.

La marcha retrocedió de nuevo, y esta vez cesaron también los cantos. Se oyeron tiros nuevamente y todas nos agachamos haciendo cuerpo a tierra, con la sensación de estar todavía demasiado erguidas, demasiado lejos de ese suelo que no era alcanzado por las balas de goma. Tuve miedo. Sentía el impulso de salir corriendo, pero no habría sabido hacia dónde, porque no podía ver de dónde venían los disparos, y no podía dejar sola a Ani, la única de mis amigas a quien no había perdido de vista. La marcha rápidamente organizó una salida por Laprida y se desvió para protegernos, pero no pudimos llegar al Monumento. Caminamos por el Bajo hasta el playón del parque España mientras intentábamos comunicarnos con las que faltaban para verificar que estuvieran bien. Algunas difundían desde sus celulares fotos y videos de la represión. Una chica preguntaba si alguien había visto un teléfono con una funda violeta que se le había caído en la huida.

El panorama era de bronca y amargura. Una vez más las fuerzas de seguridad habían querido callarnos y silenciar nuestro reclamo. Querían dispersarnos y parecía que lo habían logrado. Ya no estábamos seguras caminando por la calle: nos habían devuelto súbitamente al lugar del temor. Sin embargo, horas más tarde, un festival con bandas de cumbia daba cierre al Encuentro en la explanada del Monumento. “Qué momento, qué momento. A pesar de todo, les hicimos el Encuentro”, cantamos. Con la música alegre recuperamos el ánimo y a las tres de la mañana, cuando terminó la última canción, nos arrastramos hacia nuestras casas con los músculos adoloridos y las voces roncas.

El lunes, al ver los comentarios indignados de amigos y conocidos por los “destrozos ocasionados por el Encuentro de Mujeres en la ciudad”, me frustré. No podía entender cómo para tantas personas era más importante la propiedad dañada que la salud y la integridad de las mujeres que habían sido heridas ayer durante la represión. Incluso me sorprendí al notar que muchos insistían en llamarnos violentas por haber pintado paredes con aerosol. La implicancia no sólo era que el vandalismo revestía el mismo nivel de gravedad que la violencia institucional sino, sobre todo, que nosotras habíamos provocado esa respuesta policial al vandalizar las calles. Me enfurecí, porque entendí que esta mentalidad es la misma que pretende silenciarnos, diciéndonos: no luchen, no se organicen, no pinten, porque miren que después les va a pasar esto.

La represión policial estaba preparada de antemano, y habría sucedido con o sin las pintadas. Me parece que plantear la cuestión en términos de si pintar paredes está bien o está mal es correr el eje de la discusión que debería ser acerca de nuestros derechos. Las fuerzas de seguridad pusieron en riesgo a miles de personas en pos de preservar la fachada de un edificio privado como lo es la Catedral, y eso es inaceptable. A mí, que ni se me había ocurrido graffitear durante la marcha, me dieron ganas de salir y pintar con aerosol el mundo entero sólo para demostrarles que no nos van a frenar.

Laura

Aprendizajes

Sin más preámbulo, mi primer intento de escribir un poema. Acerca de tener veintitrés años y no entender todavía nada.

 

Yo nunca aprendí a soltar.
Yo aprendí a aguantarme.

Aprendí que
Soltar es rendirse
rendirse es ser débil
Débil es vulnerable
Vulnerable es sensible
Ser sensible es sentir
Y sentir es ser voluble.

Aguantar es resistir
Resistir es perseverar
Perseverar es ser tenaz
Ser tenaz es la virtud
La virtud es el deber
Y el deber es el que llama.

No aprendí esto:
Aguantar es resignarse.

Aprendí a ser un líquen masoquista.

Yo no aprendí a irme
(¿de dónde?
¿y adónde?)
No aprendí a rebelar mi corazón.

Corazón gentrificado
corazón pavimentado
corazón aburguesado
corazón superpoblado.

Corazón exasperado
corazón agitado
corazón adaptado
corazón acostumbrado.

Corazón con armazón
Armazón de desazón.

¿Qué hacer con esas miserias
que tienen un sabor
tan infinitamente sutil?
Pelar las frutas
Comer sin sal
Desperdiciar una tarde
haciendo nada más
que el ínfimo juego
de los dedos en el mouse.
Escuchar una canción hasta arruinarla.

Perder contra una imagen
y asumir, entonces,
que ella es mejor.
Porque ella se puede ir
Y si se puede ir
es porque sabe
por lo menos
dónde está.

De qué hablamos cuando gritamos #NiUnaMenos

Viernes 3 de junio, 20:30 horas. Es el anochecer del día más frío y largo de mi año. Llego a mi casa después de una jornada de trabajo, un turno con la dentista y un paso fugaz por la marcha. Estoy cansada, pero igual voy a comer con amigos. Mientras me cambio, escucho el audio que dejó una amiga de la secundaria en un grupo de Whatsapp que compartimos:

Che, ¿qué onda que están con todo esto de ni una menos? Yo nunca voy a esas marchas porque me parece que es una pelotudez hablar de que solamente las mujeres son víctimas de maltrato masculino. Si bien es cierto que estadísticamente es más probable que los hombres maltraten a las mujeres, yo creo que muchos hombres no deben denunciar porque les da vergüenza, porque los estigmatizan por ser maltratados. Hay muchísimos tipos maltratados y asesinados por sus mujeres que no salen a la luz y me parece que tendría que ser “ni una persona menos”, no una mujer nomás.”

Pienso un momento si responder o no, mientras me pongo unas medias abrigadas. Decido no hacerlo, estoy apurada. Pero mi amiga manda otro mensaje a continuación de su audio demandando específicamente mi opinión: de las cinco personas que integramos este grupo de Whatsapp, yo vengo a ser la feminista designada.

Grabo y envío mi respuesta camino a la parada del colectivo. Explico que de lo que se trata #NiUnaMenos no es de acusar a los hombres. Que hay tipos de violencia que afectan específicamente a las mujeres por el hecho de ser mujeres: la industria de la trata de personas genera ganancias por 32.000 millones de dólares anuales en el mundo, y según la Organización Mundial de la Salud, una de cada tres mujeres experimenta violencia física o sexual por parte de su pareja. Alego que el machismo atraviesa la sociedad y sus instituciones, y que la marcha sirve para mostrar esas injusticias, visibilizarlas para que nos hagamos cargo de no seguir reproduciéndolas.

Y entonces se desata la avalancha. Mi trayecto en colectivo de unas treinta o cuarenta cuadras, que pensaba llenar escuchando el nuevo EP de los Strokes, se hace corto gracias al debate del grupo. Y en forma análoga a mi uso del transporte público, no me voy a bajar hasta no llegar a destino, sin importar lo cansada que esté ni las ganas que tenga de estar escuchando Future Present Past. Me digo a mí misma que esto me pasa por juntarme con personas tan distintas a mí. Pero, pensándolo mejor, creo que la cosa es exactamente al revés.

Cuando empecé la facultad, hace cinco años, mi círculo de personas cercanas cambió. Por fin estaba en un ambiente donde la mayoría de la gente pensaba más o menos como yo, y encontrar esta validación de mis ideas políticas fue una experiencia transformadora. Pero ahora, esta burbuja cotidiana me juega en contra. Doy por sentado que nadie puede no adherir a las consignas de la marcha Ni Una Menos, lo cual no tiene sentido. Si todos adhiriésemos, no haría falta marchar.

Entonces, hoy escribo esto. No porque crea ingenuamente que puedo hacer cambiar de opinión a alguien que tiene sus ideas tan arraigadas como yo tengo las mías; pienso que mi deuda pasa por otro lado. La conversación de esa noche fue una encarnación de la célebre teoría del agenda setting que estudiamos en comunicación social. Contra gran pronóstico, las mujeres que organizaron el hashtag NiUnaMenos lograron instalar el tema de la violencia de género en la agenda mediática, aún si es efímeramente, aún cuando Tinelli twittee el hashtag para luego proceder con su programa como si nada.

Ahora propongo profundizar ese debate que viene apareciendo. Para eso, tomé nota de algunos argumentos en contra del #NiUnaMenos que escuché y los respondí según mi opinión personal, de modo de continuar la conversación:

Tenemos que dejar de decir que los hombres nos maltratan y hacen lo que quieren con nosotras porque hoy en día las mujeres, al menos en nuestro país, tenemos muchísima participación. En Pakistán sí hay violencia de género. Mirá la historia de Malala. Los talibanes tiran bombas en las escuelas porque no quieren que las mujeres aprendan.”

He leído sobre Malala, pero no conozco la historia ni la coyuntura actual de Pakistán. Sí creo que probablemente tengamos una visión simplista y estereotipada de muchas realidades complejas de los países musulmanes.

De todos modos, siguiendo esta lógica, no luchemos nunca por ninguna causa, porque siempre habrá alguien que va a estar peor. No exijamos el fin del maltrato animal en Argentina, si en Canadá golpean focas. No veo por qué conformarnos con lo que hay, cuando todavía nos falta una educación sexual que nos enseñe que existe la no-heterosexualidad, nos falta desbaratar las redes de trata, nos falta que las mujeres trans tengan opciones laborales aparte de la prostitución, nos falta poder decidir sobre cómo parir, y nos falta que no nos apoyen en los colectivos.

La maldad y la locura la pueden tener tanto un hombre como una mujer. Los genitales no definen todos esos aspectos en una persona. Hay tipos violentos, pero hay minas hijas de puta.”

El problema con estos argumentos es que la violencia de género no es una patología de alguien en particular que es violento o violenta. Existe un sistema entero instituido en el machismo, que atraviesa todos los aspectos de nuestra vida: las leyes, los valores, las artes, la profesión que elegimos y la forma de relacionarnos con los demás. En nuestra infancia, por ejemplo, nos proponían productos, juegos y colores diferenciados según nuestro género. Así fuimos construyendo nuestra identidad. Cuando éramos adolescentes, aprendimos que tener relaciones sexuales nos convertía en putas. Al mismo tiempo, los varones aprendieron que no hacerlo era vergonzoso.

Un tipo no le pega a una mujer en el vacío, esos hechos ocurren en un contexto, un lugar y una época, con todo lo que eso implica. Decir que la violencia no tiene nada que ver con el género es ignorar ese contexto. Es como decir que las personas en situación de calle no tienen nada que ver con el sistema capitalista.

Mis tíos se divorciaron y ahora ella no le deja ver a los chicos. Las leyes siempre benefician a la mujer en el tema de los hijos.”

Estos casos familiares los deciden jueces que pueden tener (y de hecho tienen) prejuicios. Es común que se asuma que la mujer es más capaz de hacerse cargo de los hijos que el varón, y eso es una concepción machista de la familia. El tema es complejo y hay que tener en cuenta que no todas las familias están formadas por una mamá y un papá.

A mí nunca me trataron mal/diferente por ser mujer”

Me acuerdo que la persona que me dijo esto me contó en 2006, cuando teníamos doce años, que el barrendero de su cuadra le chiflaba y le decía piropos que la incomodaban y le daban miedo. Aparte de esta experiencia, ya hablé de cómo se nos trata de forma distinta desde el momento en que nos regalan una muñeca en vez de una pistola de juguete.

Pero aún si la realidad fuera como ella dice, creo que también es importante solidarizarnos con quienes sí vivieron situaciones de discriminación o de violencia. Las más afectadas suelen ser las mujeres más pobres y las trans, y me parece que no marchar a su lado es perpetuar su marginalización.

Estamos todos de acuerdo en que está mal el maltrato, no sé a quién quieren convencer con la marcha.”

Hay que ver hasta qué punto estamos todos de acuerdo. Hace poco, en Tucumán, condenaron a Belén a ocho años de prisión por haber tenido un aborto espontáneo. Ella ni siquiera sabía que estaba embarazada. En lo discursivo, probablemente podamos encontrar consenso sobre el hecho de que es inmoral maltratar a otro ser humano. Y sin embargo, la cantidad de femicidios se dispara cada vez que se hacen marchas y encuentros de mujeres.

No marchamos para convencer a nadie de nada, porque a las personas no se las convence, a menos que ellas ya estén dispuestas a dejarse convencer (Paul Lázarsfeld lo dice, no yo). Sí entendemos que si provocamos un fenómeno masivo como el #NiUnaMenos podemos hacer que se empiece a hablar de estos temas por los que luchamos. Que se hable de violencia de género en las mesas de las casas y en los grupos de Whatsapp es un logro de la marcha, y no es poco. Es prender una linterna en un cuarto a oscuras. Es abrir una ventana.

***

Este año, a la consigna “Ni una menos” se suman “Vivas nos queremos” y “El Estado es responsable”. Ya no se trata solamente del reclamo de las sobrevivientes, las víctimas y sus familias. Hoy gritamos que queremos vivir, que tenemos proyectos, ideas, sueños. Hoy dejamos claro que somos personas, y que es responsabilidad del Estado garantizar que nuestros derechos se respeten.

Laura

Es la educación pública, boludo

Luego de la mesa de negociación de COAD del lunes 18 de abril, donde el ministro Esteban Bullrich ofreció un aumento salarial del 15% en mayo y una nueva negociación para octubre, el gremio que agrupa a los docentes de la Universidad Nacional de Rosario decidió parar durante toda esta semana. La propuesta del gobierno nacional, con un incremento menor al 25% ofrecido inicialmente, deja clara la posición de este gobierno respecto de la educación pública: el mismo presidente ha dicho públicamente no estar de acuerdo con la apertura de nuevas universidades nacionales.

Durante la semana de paro se están realizando diversas actividades que acompañan la medida de fuerza, como clases públicas, movilizaciones y reuniones. En este marco, hoy asistí como estudiante de Licenciatura en Comunicación Social a una «No clase» en mi facultad, una asamblea con varios docentes y un par de estudiantes para discutir estrategias a futuro. Lo llamativo fue, desde mi punto de vista, la escasa concurrencia que tuvo este evento. ¿Dónde estaban todos esos compañeros que escucho quejarse de los paros y enojarse con los profesores porque «vamos a perder el año»?

Como alumnos, es común caer en la necedad de entender los paros únicamente en términos de cómo nos afectan a nosotros: perdemos clases y exámenes que son fundamentales para la obtención de nuestro título y, en definitiva, para nuestro futuro. Pero no podemos permanecer ciegos a la realidad de que lo que está en juego, en el fondo, no es simplemente una semana más o menos de clases, sino el futuro y la calidad de la educación pública. No se trata de estar atentos a la posibilidad de un paro para saber si tendremos que estudiar o no para un parcial, sino de entender que nosotros también somos parte de esta lucha. Las condiciones laborales de nuestros docentes no pueden no movilizarnos.

Pareciera que muchos compañeros estudiantes creen que van a la Universidad únicamente por su propia cuenta, como individuos ajenos a las políticas que se lo posibilitan. Existe una mentalidad capitalista que nos dice que aquello que logramos es fruto exclusivamente de nuestro propio esfuerzo, y hoy es crucial que sepamos que eso es mentira. Nadie hace nada solo y sostener una educación superior pública de calidad internacional es posible solamente mediante un esfuerzo colectivo de toda nuestra comunidad y del Estado. Cuando obtenemos un título de la Universidad Nacional de Rosario, lo hacemos gracias a las contribuciones impositivas de todos, gracias a la implementación de políticas como el medio boleto estudiantil y la doble banda horaria para cursar nuestras carreras, gracias al apoyo de nuestras familias, y también gracias a los docentes que nos preparan.

Si no logramos visualizarnos a nosotros mismos como miembros de nuestra propia comunidad y agentes comprometidos, nuestra formación como profesionales estará incompleta, y es en este sentido que la lucha docente es también una forma de ejercer la enseñanza.

Laura

La libretita sagrada

Hace un tiempo me compré una libretita preciosa. De hojas blancas lisas, forrada en una tela estampada de pájaros, con pequeñas carátulas separadoras lisas, también, pero de colores, un elástico magenta para mantenerla cerrada y una cintita señaladora haciendo juego en el mismo color. Sólo porque la vi y me gustó. Pensé que ya le encontraría un uso.

Pasaron meses y la libreta seguía en un estante de mi pieza sin haber sido estrenada. La cuestión se volvió casi sagrada: a veces necesitaba anotar cosas pero sacaba hojas de otro lado, arrancaba un post it o escribía sobre mi mano izquierda con tal de no usar la libretita para algo tan banal como un número de teléfono o una lista de cosas por hacer. Llegué a pensar que tal vez jamás se me ocurriría una idea digna de ser anotada en la libretita, y esa posibilidad me angustió hasta el punto tal que cada vez que miraba hacia ese estante y la veía, ahí recostada, juntando polvo (porque además se me da bastante mal la limpieza), me frustraba no haber pensado todavía en nada lo suficientemente apropiado para formar parte de sus hojas. Me invadía un sentimiento de insuficiencia y casi podía escuchar a la libretita reírse de mí.

Hoy me levanté como un martes común. Tomé un mate cocido porque desde la última vez que tuve gastritis intento disminuir mi consumo de café. Como lo hago cada quince días, fui a mi clase de canto. Angie, mi profesora, me hizo pararme frente a su espejo que ocupa toda una puerta para observar la tensión de mi cuerpo al vocalizar. Me dijo que avancé mucho, a pesar de ir a clases sólo cada dos semanas. Me preguntó si yo sentía que había progresado; le contesté que por momentos lo siento, pero en otros momentos no. Me preguntó qué me gustaría cantar la próxima clase, y yo dije que algo de Spinetta. Ella cantó unos versos de Seguir viviendo sin tu amor mientras me despedía, aunque yo pensaba más bien en Las habladurías del mundo. Fui a la facultad. Como todos los martes, hablé por la radio del laboratorio sonoro de la facu. Defenestré a los Guns N’ Roses y alabé a Michael Jackson. Hablé de lo extrañamente poco atractivo que es Bono. Fui a mi clase de francés y aprendí qué es el FN (Front National) y la palabra encore. Volví a mi casa con la sensación de haber cumplido con un día más del año. Admito que he querido volver a algún estadío pasado en el que la vida no se tratara de la rutina de cumplir, pero ¿cuándo? ¿en la secundaria, donde estaba obligada a aprender matemática o, aún peor, electrónica? ¿acaso en la escuela primaria, cuando tenía que asistir a educación física y a clases de guitarra que no me gustaban porque alguien así lo había decidido? ¿o quizás en las primeras etapas de mi vida infantil, cuando debía llorar a los gritos porque algún instinto de hambre o dolor así me lo ordenaba? No sabría precisarlo.

En definitiva, allí estaba yo, sentada frente a mi escritorio con dos facturas y un agua saborizada que tomo cuando tengo mucho antojo de gaseosas, porque desde la última gastritis no puedo ni ver una coca cola sin sentir una patada en el estómago. A mi derecha, una estantería donde tengo todas las fotocopias de la facultad, una cantidad probablemente excesiva de esmaltes de uñas en una caja de plástico transparente, algunos souvenires de viajes ajenos, y mis libros. Entre ellos, camuflada, mi libretita sagrada me espiaba. Adiviné sus ojos de papel clavados en mí y reparé en ella: debe hacer como un año que la tengo. La saqué del estante y la contemplé. La vida y las libretitas son cosas demasiado mundanas, infinitamente menos significativas que mis progresos como cantante o como locutora o francoparlante. Sin pensarlo demasiado arranqué de un tirón la primera hoja. La hice un bollo y la tiré a la basura. De otro estante saqué una birome bic negra y anoté en la segunda hoja: «Estoy escribiendo en la libretita sagrada».

Laura

Caminando entre sonidos y ruidos

Del 22 al 26 de junio se llevó a cabo en Rosario la Semana del Sonido por segundo año consecutivo. El movimiento creado hace más de una década en Francia llegó a la Argentina en 2013, con el objetivo de generar conciencia acerca de temas como la acústica, el sonido y el ruido, y alertar sobre la necesidad de proteger el ambiente acústico que nos rodea.

En el marco de este evento organizado por un conjunto de entidades que incuye, entre otras, a la Asociación de Acústicos Argentinos, la Municipalidad de Rosario y Universidades Nacionales del país, tuve la oportunidad de participar de una caminata sonora coordinada por Pablo Kogan y Bruno Turra, de la UTN de Córdoba. La actividad consistía en un recorrido por el microcentro de Rosario con varias paradas en las que los participantes debíamos sentarnos sin hablar entre nosotros y completar un cuestionario sobre los sonidos y los niveles de ruido del lugar.

Cuando me convocaron para filmar la caminata supuse que se trataría de un trabajo fácil: documentar eventos con una cámara es algo a lo que estoy relativamente acostumbrada y creí poder hacerlo de forma más o menos automática. Pero al llegar a la explanada del Centro Cultural Fontanarrosa (lugar de partida del experimento) me encontré con una situación distinta.

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Me pidieron que hiciera unas tomas panorámicas del sitio tratando de captar las fuentes de ruidos y sonidos, así que tomé la cámara y comencé. Al principio no me fue difícil localizar las fuentes sonoras más evidentes: grabé a una bandada de palomas de esas que siempre deambulan por la zona de la plaza Montenegro, a unos niños que estaban jugando, y por supuesto, el incesante tránsito automovilístico de San Luis y San Martín que, siendo las tres de la tarde, no tomaba aun la forma del bocinazo ensordecedor e implacable de las horas pico, pero tampoco pasaba desapercibido. Luego de esta exploración superficial del espacio, me detuve cerca de la puerta del centro cultual y procuré escuchar con atención. Quería quedarme quieta y ver qué más podía detectar. De pronto noté una especie de zumbido que había estado allí todo ese tiempo, pero que yo había pasado por alto en mi búsqueda inicial. Ese ruido, que se me hacía cada vez más perturbador, provenía de una fuente que yo no lograba identificar y por lo tanto no conseguía capturarla en video. La caminata sonora se me presentaba así como un desafío a mi percepción. Finalmente concluí que la fuente debía ser alguna caldera o aparato de calefacción, así que filmé las paredes del edificio cercano.

La caminata iniciaba en la peatonal San Martín, hasta calle Córdoba, donde hicimos una parada en “la esquina de los bancos”, como la llamó una de las participantes de la experiencia. Allí era llamativa la intensidad de los sonidos que hacían las aves. Se las escuchaba muy fuerte y con gran claridad, aun sin prestarles especial atención. El zumbido estaba presente también en este sitio.mac.jpg_88717827

Desde allí, seguimos por Córdoba hasta el Monumento a la Bandera. Como era un día nublado y frío, no había mucha gente. Caminamos hasta la plaza Barrancas de las Ceibas, que está frente al Concejo Municipal. Nos sentamos frente a la gran fuente de agua para realizar nuestra tercera parada. El sonido del agua y los ladridos de algunos perros eran reconfortantes, pero el tráfico omnipresente de autos parecía acentuarse, quizás debido a la ausencia de otros sonidos.46208314

El recorrido concluía al lado de la estación Fluvial. Tras grabar mis propias pisadas sobre las piedritas anaranjadas de la plaza y las bocinas de algunos autos al cruzar la calle, me senté cerca del río y observé el entorno. La zona parquizada, verde, contrastaba con los ruidos de los autos, la música que provenía de algún carrito de hamburguesas y el característico sonido que anuncia la llegada del churrero, que me tentó, al escucharlo, a soltar la cámara y correr a comprarle. Las aguas del río estaban quietas y por mucho que me acercara no las escuchaba; esta fue la parte más frustrante de la actividad.

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Como corolario, los coordinadores de la actividad convidaron a todos los presentes con masas secas y nos invitaron a hablar de lo que nos había pasado durante el trayecto. En este debate, la experiencia se reveló como una instancia enriquecedora para todos, ya que pudimos prestar atención al entorno sonoro que nos rodea y dedicarle toda nuestra atención, sin que nada nos distrajera de nuestro rol de oyentes. Escuchar la ciudad significó redescubrirla en formas que tal vez no se nos habrían planteado como posibles de no ser por esta experiencia. Lo que nos gustó escuchar y lo que nos molestó son (o, en todo caso, deberían ser) los puntos de partida para entender qué es lo que deseamos transformar de nuestra realidad y poder, así, continuar dando pasos en la construcción de un ambiente sonoro más ameno. Lograr una visibilización de este ambiente sonoro como una dimensión fundamental de nuestra vida en sociedad debe ser una prioridad en la agenda política y ciudadana, teniendo en cuenta que, como señalan los expertos, existe una relación directa entre los niveles de ruido y el estrés, la presión arterial, el sueño y la concentración. Los altos niveles de ruido se asocian incluso con una mayor propensión a la violencia en los sujetos y con una disminución de la tendencia a ayudar al prójimo, de acuerdo con estudios desarrollados por la Organización Mundial de la Salud.

La segunda Semana del Sonido de Rosario concluyó, pero es vital que ésta no funcione como la única instancia de concientización sobre el ruido en la ciudad. Los problemas de ruido persisten no sólo en forma de zumbidos molestos en el centro, sino también en los barrios, donde, según una participante de la caminata sonora, hay vecinos que “pasan con las motos tirando cortes, por ejemplo un lunes a las once de la noche, cuando uno se está tratando de relajar”. Es en este sentido que todavía queda mucho por hacer en cuanto a la concientización y el cuidado de nuestro ambiente sonoro.

Laura

El reloj y la espiral

No me sentía bien. Había vislumbrado una realidad que me había dejado completamente paralizada: que la mediocridad y la paz mental estaban en un mismo lugar, y huir de la primera implicaba necesariamente renunciar a la segunda para siempre. Ya lo había observado Truman Capote: al elegir como forma de vida la escritura, se había “encadenado de por vida a un amo noble pero despiadado”. Si es que quiero lograr algo, me dije, voy a vivir todo el tiempo que me queda en esta Tierra con una pistola apuntando a mi sien, y esa pistola es también la zanahoria que cuelga frente a mí.

Derrotada, me senté en un bar a contemplar cómo mi vida entera se deslizaba hacia una espiral irrefrenable de decadencia; los manteles pegajosos de plástico, las asquerosas sillas plegables y las paletas aletargadas del ventilador en el techo ilustraban esa mediocridad en la cual me vería permanentemente tentada a sumergirme.

Fue entonces cuando se me ocurrió. Agitaba en el aire un sobrecito de azúcar para mi café con leche, y de pronto vino a mí la idea más brillante que se puede tener mirando un reloj de pared en un bar deprimente de la calle mitre. Pensé en nuestra forma de concebir el tiempo. Digo, nosotros, los humanos, nos pasamos toda la vida contabilizando el tiempo, ahorrándolo, tratando de administrarlo de la mejor forma posible, como si se tratase de un recurso limitado y no renovable que no pudiéramos recuperar o volver a generar de ninguna manera. Y esto es, desde el punto de vista de la especie humana, absolutamente cierto. Que las personas somos finitas en el tiempo es algo de lo que estamos hiperconscientes, a tal punto que nuestra mortalidad es lo único que le da sentido a nuestras vidas. Pero ¿qué tal si me saliera del compartimiento hermético de mi propia existencia y decidiera pensar el tiempo en términos que fueran más allá de lo que éste representa para mi breve y patética vida de terrícola? De pronto ese reloj de pared se me apareció como el ridículo artilugio pseudocientífico que realmente es. Me ofendió que un círculo con números y agujas que giran gobernara mi vida con su principio de linealidad.

Había tenido una epifanía: el tiempo no es en realidad limitado. Nos consta que el tiempo estuvo aquí desde mucho antes que nosotros (¿desde siempre?) y que, aún cuando el astro que orbitan los planetas de nuestro sistema cese finalmente de brillar, sumiéndose en la más profunda oscuridad y arrastrándolo todo hacia ella, el tiempo seguirá estando allí. Firme. Inmutable. En definitiva, el tiempo es justamente lo único que sobra. La plenísima conciencia que tenemos acerca de la finitud de nuestra vida nos permite apreciarla, pero al mismo tiempo nos impone la búsqueda de su sentido. Serás lo que debas ser o no serás nada, dijo una vez un señor con patillas y un caballo que en realidad no era blanco. Dedicarás tu efímera vida a ser algo o alguien determinado, o bien resbalarás con una cáscara de banana del destino y caerás irreversiblemente en el pozo-espiral de la decadencia del imperio de tu ser. Pero si nos desprendemos de esta ilusión del significado de nuestras vidas y logramos entender que el tiempo es inagotable, estaremos en condiciones de leer en el vasto mapa del tiempo la coordenada de nuestra existencia, y nos tranquilizará advertir que esa coordenada siempre estará allí, porque siempre lo estuvo, incluso desde antes de que nosotros la ocupáramos. Es, entonces, nuestra patológica manía de concebir el tiempo en términos lineales la que genera el puente entre mediocridad y sosiego, al equiparar la alienante, fatigosa persecución del sentido con la obtención de algo semejante a la inmortalidad.

Así las cosas, decidí emprender una aventura quimérica. De ahora en más, militaría por una anarquía del tiempo. Destruiría todo aquello que estuviera relacionado con medirlo y no me detendría hasta lograr que nadie pudiera computar fechas ni horarios. En retrospectiva, creo que habría sido inteligente de mi parte comenzar luchando por la restricción del uso del sistema sexagesimal a cuestiones no temporales, pero en aquel momento mi impulso fue incendiar una relojería. Nosotros los anarquistas siempre fuimos así de extremados y después de todo, la única iglesia que ilumina es aquella que arde. El tiempo se ha convertido para las personas en una religión tanto como lo ha hecho la ciencia o el sexo.

De modo que esa noche me encaminé hacia una relojería bastante reconocida de mi barrio. Elegí esa en particular porque el dueño tenía reputación de sanguinario ya que había asesinado a varios perros de la zona; pensé que mataría dos pájaros de un tiro y me regocijé en mi pragmatismo. Llevaba conmigo un paquete de fósforos, alambres y una lata de querosén. Lo demás es más o menos predecible y confío en la pericia deductiva de mi leyente.

Tuve la precaución de usar guantes para no dejar ninguna huella rastreable. Con lo que no contaba era la cámara de seguridad que el viejo mataperros había instalado en una esquina recóndita del local; jamás la vi mientras consumaba mi plan. Así fue como me engancharon.

Caí presa por una infracción que nadie supo catalogar como delito político. Dice mi abogada que es mejor así, que me podría haber ido peor. Y, de hecho, tengo que admitir que estoy de acuerdo. Es verdad que me tienen confinada en un reducido espacio del que no puedo salir hasta que no cumpla mi condena, sin embargo soy más libre aquí de lo que pude serlo allá afuera. Acá nadie me obliga a llevar la cuenta del tiempo, porque nunca estoy llegando tarde a nada. Cuando hay que ir a trabajar o hacer algo, simplemente me dan la orden, y si obedezco no tengo, generalmente, problemas. Pero lo que es más notable es cómo esta atemporalidad me rescató de la espiral en la que estaba cayendo. Desde que llegué acá escribí tres tomos de mis teorías acerca de los perjuicios de la cronología, y aprendí aun más sobre esos temas leyendo tratados de física y astronomía que hablan de una relatividad del espacio-tiempo en ciertos lugares del universo. Ahora mismo estoy esbozando un manifiesto de la Anarquía del Tiempo que será publicado en un sitio web que programé. ¿Y después? Quién sabe. Quizás me dedique a explorar otros talentos que mi cerebro tenga escondidos, eclipsados por la doctrina de los horarios. O tal vez me siente a mirar todos los capítulos de Alf por Netflix. Lo único que sé es que, como dice la canción, el tiempo es infinito. Y no hay libertad más categórica que la del viento.

Laura