Una vida de esclavitud burocrática en aquel ridículo cubo había sido suficiente para Hernán. Estaba listo para jubilarse, como quien vuelve a casa a las seis de la mañana y se siente listo para dejarse caer boca abajo en la cama mientras cada parte del cuerpo se va percatando de que efectivamente bailó toda la noche.
Y entonces le pasó lo que pasa cuando la fiesta termina y hay que irse a dormir: ese maldito zumbido. Una molestia indescriptiblemente sutil que le nacía bajo la piel como una ampolla. Un adefesio sonoro del que no podía escapar ni en la cocina, ni en el baño, ni en la vereda, ni entre las rosas chinas del patio de la Gaby, que siempre lo invitaba con mates asquerosamente dulces. Ni siquiera pudo huir de él al pie del imponente glaciar que había viajado a conocer para celebrar la abolición de su trabajo.
– ¿No estás contento ahora que podés empezar a vivir? -lo interrogó una tarde la Gaby, ingenua.
“¿Vivir?”, pensó Hernán, “Eso era antes. Vivir es conmoverse con un color, un acorde, un guiso calentito al final del día, qué se yo. No esto del café descafeinado y los mediodías en calzoncillos”, reflexionó, y lo alarmó su propia amargura.
Desesperado, Hernán sacó turno con un psicólogo.
El consultorio del doctor Valenti quedaba en pleno centro, en un edificio viejo de tres pisos que pasaba desapercibido con sus angostas puertas de hierro de principio de siglo. Hernán se sentó en la sala de espera con las manos entrelazadas sobre el regazo. Una reproducción de los Lirios de Van Gogh lo miraba desde la pared de enfrente. En la esquina, un revistero vertical exhibía ejemplares obligadamente viejos de la revista Gente. El zumbido atravesaba la habitación de la misma forma en que el silencio no lo hacía.
La sesión fue menos tensa de lo que Hernán esperaba, aunque lo incomodaba pagarle a un extraño para que lo escuchara hablar de sí mismo.
– Son cincuenta centavos -le dijo el doctor Valenti antes de despedirlo.
Hernán hizo una mueca: la tarifa era absurda. Pero el hombre lo miraba totalmente serio, así que se encogió de hombros y metió la mano en el bolsillo.
– No tengo más chico -dijo Hernán, extendiéndole un billete de dos pesos.
El doctor Valenti hizo un gesto reprobador.
– Mis honorarios son estos. Yo te voy a atender y no te voy a cobrar más que esto, pero me tenés que traer los cincuenta centavos.
– Bueno, mirá, hagamos así: te dejo los dos pesos y cobrame de acá cuatro sesiones por adelantado -dijo Hernán, en plan negociador. Pero el doctor no aflojaba.
– Dejá -rezongó -Por esta vez no te voy a cobrar, pero acordate para la próxima que son cincuenta centavos.
Hernán prometió hacerlo y luego se olvidó del asunto por completo.
Para la segunda sesión, los cincuenta centavos se habían fugado de su mente como un presidente en helicóptero.
– ¿Me trajiste la plata? -preguntó el doctor Valenti.
Hernán seguía sin tener cambio. Nuevamente intentó en vano ofrecerle dos pesos, y nuevamente en vano lo reprendió el terapeuta.
La situación se repitió varias veces. Hernán seguía asistiendo puntualmente a terapia. El zumbido también.
Con frecuencia, Hernán se encontraba a sí mismo preguntándose por la cuestión del doctor Valenti. ¿De qué se trataba aquel acto? ¿Había algo que el psicólogo entendía acerca del valor del dinero y que él no podía ver? Cincuenta centavos no alcanzaban ni para dos caramelos. ¿Sería que el tipo estaba loco? ¿O acaso era todo parte de un juego macabro para enloquecerlo a él y así seguirlo atendiendo y cobrándole de por vida? Razonó que esta última hipótesis no cuadraba con los honorarios del hombre.
Pese a todo, Hernán seguía cumpliendo con su cuota semanal de análisis, intrigado al principio por el tema, después ya directamente ofuscado. Cuanto más insistía el doctor Valenti en recibir cincuenta centavos en cambio justo, menos dispuesto estaba Hernán a aceptar esos términos. Llegó a poner a prueba los límites del psicólogo blandiéndole en la cara un billete de quinientos pesos, que el profesional declinó sin perder ni por un instante los estribos.
Un día, al concluir la sesión, el doctor Valenti le planteó a Hernán un ultimatum. O le llevaba la semana siguiente los cincuenta centavos, o él se negaría a atenderlo. La condición impuesta le pareció indignante.
– Pero… ¿Por qué? -preguntó Hernán.
– Yo trabajo así -sentenció el doctor Valenti por toda respuesta.
Irritado, Hernán se retiró del edificio resoplando. Quién se creía que era ese soberbio de Valenti. ¿Qué era esto, alguna clase de experimento psicológico? ¿Con qué fin? Resolvió que esa sería la última vez que iría a verlo.
Esa noche, Hernán soñó con el doctor Valenti. Estaban en un bar tomando cervezas.
– ¿Me vas a decir de qué se trataba el quilombo de los cincuenta centavos? -le preguntó él.
– Te lo voy a decir -dijo el doctorValenti, pero su voz se tornó rara. Parecía una especie de alarma. Hernán despertó; era la Gaby llamándolo por teléfono.
A la tarde, las rosas chinas de la Gaby eran acosadas por sedientos colibríes. “La ceremonia de la naturaleza no tiene fin”, pensó Hernán mientras le hundía los dientes a un sacramento. Alzó la vista: el cielo, vacío de nubes, tajado sólo por el trazo blanco que había dejado un avión, le recordó al color del papel tapiz que tenían las paredes de su habitación de la infancia.
Sintió el olor del pasto y miró hacia abajo. Se fijó en una cadena de hormigas que transportaban ágilmente trocitos de hojas. Las siguió con la mirada hasta la entrada de su escondite, unos metros más allá de donde estaban la Gaby y él. Notó un resplandor al pie del hormiguero y se acercó, agachándose para ver de cerca el objeto brilloso. Era una moneda de cincuenta centavos. Hernán la recogió y la observó extrañado. No podía recordar cuándo había escuchado el zumbido por última vez.