Lang Lang: «La música clásica es artesanía»

Para La Voz de Galicia entrevisté a Lang Lang, considerado actualmente como el mejor pianista del mundo. Fue una de las entrevistas que más he disfrutado hacer y un honor para mí. Hablamos de su vida de casado y de su más reciente trabajo, un álbum doble con su proyecto de más de dos décadas de estudio y preparación: las Variaciones Goldberg, de Bach.

Círculo

Creíste que te habías movido
pero todos estos meses
estabas caminando en
círculos
saliste corriendo
cuando oíste
que alguien
le sacaba
el pasador
a la granada
te fuiste por Pellegrini
derecho hasta el fondo
pasaste el parque Independencia el
cementerio
agarraste Circunvalación hasta
Fisherton corriste ya
no sentías las piernas cuando llegaste al aeropuerto te subiste al avión
volaste
perforaste las nubes por
unas horas bajaste en Barajas
Madrid era una fiesta
pero cómo ibas a saber
si ibas corriendo
embalada concentrada en
esquivar la explosión
cabalgaste un tren compraste
en la estación un agua
que abriste y consumiste
de un único trago largo
unas gotas se escurrieron
por tu mandíbula pero ni te diste cuenta
estabas en otra
sacada
tus ojos veían algo privado
fantasmas monstruos vaya a saber
pum pum pum el corazón
un potro sin establo
llegaste a la costa gallega tomaste clases
lloraste muchísimo extrañaste
sobre todo a Pablo sobre todo
a Pablo
pagaste impuesto a la libertad
empuñaste tu paraguas
publicaste trabajaste saliste a tomar
cervezas besaste bailaste comiste pulpo
quisiste quisiste de verdad
trabajaste más bajaste de peso subiste
de peso compraste ropa pero solo
la que estaba muy barata tomaste chocolate
con churros leíste el diario debatiste con
aquel profesor malo que decía que los suizos
te reíste viste pelis contrataste HBO
aprendiste
a fijarte en otras cosas leíste novelas
y cuentos y sonetos hasta sonetos todo
todo
ese tiempo
sin dejar
de correr
lo importante era
estar en movimiento
escapar fuiste a la playa
ya en primavera volviste a ir
te sacaste las Adidas caminaste descalza
la arena estaba áspera
y más fría de lo que esperabas aún así
diste los pasos que te separaban
de la orilla mojaste los pies en el Atlántico
miraste el sol bajar hasta su casa en
lo invisible
respiraste dijiste
creo que podría ser feliz con poco
con poquísimo apenas
esto
y un perro a lo mejor
recordaste a Hamlet no lo citaste
para no quedar tan pretenciosa
no le caés bien a nadie
cuando citás a Hamlet
pero lo recordaste miraste el horizonte
naranja acomodaste los hombros diste
un suspiro
bajaste la mirada notaste la transparencia
gelatinosa del agua tu vista
se posó en tus manos y ahí estaba
sin pasador
a punto de estallarte
la granada.

Oliver

Ahora que la miopía
me obliga a llevar
vidrios
en la cara
soy más consciente
de mis muecas
un mecanismo
muscular
monta
a la cresta de su ola
los anteojos
cuando sonrío
yo
que una vez
hace doce años
alcé
mi vida en mis manos
la sostuve era
un pichón
asustado
le revisé las alas
le soplé los escombros
le acaricié las plumas
yo que siempre supe
dónde duele
le di besos
a mi vida
mojadita
que temblaba
le dije
podés volar
y nada es
inmediato pero
doce años
más tarde
acá estoy
sonriendo
en el aire.

Viejo

Cuando llamamos
a Europa
el viejo mundo
nos referimos a esto al
optimismo asfixiante
de reciclar
como si importara
al placer culposo de
Operación Triunfo a
pagar con monedas de
un
centavo a la
convivencia casual con
arquitecturas medievales y
mentes totalitaristas
a voir
la vie en rose ahora
la pregunta es hasta
dónde
viejo mundo
nostalgia vintage
y hasta dónde
el culto
moderno
del progreso
que le corta el flequillo al
tiempo
le pavimenta las
esquinas lo
suspende todo en su
ámbar
hasta que llegue
la hora
de volver
y entonces
y entonces
¿y entonces?

Embajadora

Qué pasa si
me olvido
de cómo era
leer poesía en público
bailar el bombón
asesino comer
un chori
un domingo de sol
y que alguien
levantara la
vista
y exclamase:
qué día peronista
tomar mate
en el Parque
España con Martu
reírnos de nosotras
ser felices sin
saberlo
entenderlo todo
avísenme
si me encuentran
que no sé
dónde fui a
parar
concentrada
en no pisar
la unión
entre baldosas la
fisura que
cuartea
mi vida
la falla
que me deja
con un pie
de cada lado
por favor
señora avíseme
si ve
que me alejo
demasiado
de la orilla
que me aterra
convertirme
en una
de vosotros
pagar en euros
decir uve joder
y bus
me aterra el
naufragio por eso
me aferro
a los mates al
ahrreismo al
voceo
cruzo mal la calle
intento explicarle a alguien
lo que quiere
decir
bebotear
con tal de
tocar
el amuleto
que llevo en el
bolsillo con tal
de ser
una embajadora
y no
una
refugiada.

Gaseosa

¿Sabían
que aún
entre las
Coca-Colas
hay jerarquías?
Dicen
que la mexicana
es la más rica
tiene que ver
con el agua la
ubicuidad
la pavimentación
globalizante
de la marca no
tiene jurisdicción
en el ámbito
feromónico en
el realismo mágico
de los sabores es
ahí por donde
asoma
el hilo blanco
la costura
defectuosa del
capitalismo
hecha a máquina
por una
nena en
Bangladesh o
Malasia cuya
sangre no se
derrama no
brota
de la piel en
gotas a través
de un
pinchazo
o a chorros
en heridas de
bala sino
que transpira
en laceraciones
silenciosas
provocadas por
el reiterado
raspar de las
rodillas contra
el lomo
áspero
del mundo y en
esos lugares
donde no hay
yeso ni
cirugía para la
fractura social
donde nadie
se preocupa
en describir
el movimiento
de la sangre
cuando enfila
de mala gana
hacia el exterior
en esos
lugares
donde no hay
presupuesto para
costuras reforzadas
en esos lugares
quisiera saber
qué gusto
tendrá
la Coca-Cola.

Condensación

Llego y Martín me abre la puerta con una lata de cerveza en la mano. Me saluda y me hace pasar, entregándome la lata. Recién entonces noto que está cerrada. Antes había visto solo su torso desnudo y el hilo tímido de pelos que une su ombligo y la cintura de su bermuda de jean. En la transacción, los dedos fríos de Martín, mojados de condensación de la lata, rozan los míos, transpirados por las seis u ocho cuadras que caminé hasta acá en el sol de enero. Hago todo lo que está a mi alcance por evitar el cortocircuito.

«¡Mostrame la casa!», le digo. Él se mudó hace dos semanas, mientras yo estaba de vacaciones en el Norte, y esta es la primera vez que veo su nuevo departamento.

Aprovechando nuestra diferencia de altura, rodea mis hombros con su brazo izquierdo y me guía por el pasillo. «Para allá está la pieza y al fondo el baño», dice, señalando con la mano libre. Miro en dirección a las dos puertas, asintiendo. «Veo que todavía no te terminaste de instalar», lo gasto, apuntando con la nariz hacia una pila de cajas en el fondo del pasillo. Él ignora mi comentario y gira sobre sí mismo, arrastrándome suavemente. Siento cada milímetro de contacto entre su brazo y mi piel. Me acuerdo de mi transpiración de la calle y me quiero morir, pero a él no parece importarle la humedad de mi espalda ni ninguna otra. Es tu mejor amigo, me repito un par de veces, te calmás.

«Mirá lo grande que es esta cocina», dice Martín interrumpiendo mis pensamientos, «no lo podés creer». «Mal», respondo, preguntándome si se nota que apenas llego a oírlo hablar con el sonido de mi propia respiración temblorosa de fondo.

Martín abre la heladera y extrae otra cerveza. La abre. De pronto pone cara de acordarse de algo. «¡Ah, y todavía no te mostré el balcón!», dice.

Me vuelve a apoyar el brazo en la espalda, la mano izquierda en mi hombro izquierdo, y me lleva, la nueva lata en su mano derecha. Le da un sorbo y me suelta para abrir la puerta corrediza de vidrio. Salimos. El balcón es amplio y a esta hora el sol le pega de lleno. Martín entorna los ojos y se apoya contra la baranda. Estoy un paso detrás de él. Me permito observar su espalda desnuda de arriba a abajo mientras no me ve. Una gota de sudor le resbala entre los omóplatos. Trago saliva, aturdida. Él se da vuelta y gesticula. «Vení», dice.

Me acerco a la baranda y apoyo los antebrazos, imitando la pose de él.

Nos quedamos un rato mirando hacia afuera. El balcón da al centro de la manzana. Abajo, las piletas de casas vecinas resplandecen. Llegan gritos de niños jugando y el ladrido de algún perro.

«Contame del viaje», pide, y le cuento.

Siento los ojos de Martín sobre mí antes de verlos. «Te extrañé, boluda», dice. Se termina de un trago su latita y la deja en la baranda, liberando su mano. Me encierra rodeándome la espalda con el brazo, sus dedos frescos de condensación en mi cintura. Disimulo el escalofrío lo mejor que puedo. Es tu mejor amigo, basta. Trago. Lo conocés desde que eras bebé. Es casi incestuoso esto.

Estoy a punto de recuperar la compostura, pero él tiene otros planes. Se inclina sobre mí invadiendo mi campo visual, me despeja un mechón de pelo de la cara con los dedos y me besa. Su boca tiene gusto a alcohol y a otra cosa que no identifico. En los instantes previos al final de mi lucidez deduzco que ese es el sabor a Martín. Su mano está ahora en mi nuca y yo daría cualquier cosa por no estar tan transpirada. La consciencia de mi estado de veranez pegajosa agrava aun más la situación.

La lengua de Martín acaricia la mía con furia. Su respiración contra mi mejilla me sofoca. Dudo que él piense lo mismo de mí: la última vez que inhalé fue hace años. No me atrevo a arriesgar despertarme.

Finalmente, el que se retira es él. Me mira a los ojos y dice: «Es un asco este calor. ¿No querés que vamos adentro y prendo el aire?». No atino a hablar. Le indico que sí con la cabeza y me lleva de la mano.

Entramos. Me da la espalda para cerrar la puerta y las cortinas. Busca el control remoto del aire y presiona con poca paciencia algún botón. Me doy cuenta de que él también está nervioso. Me pregunto si cambiar de ambiente rompió nuestro hechizo. Soy su mejor amiga. Me miro las manos, no sé dónde ponerlas.

Martín sigue de espaldas a mí, y justo cuando voy a decir algo, se da vuelta y me ofrece un vaso de agua u otra cerveza. En la parte delantera de su bermuda sobresale un bulto. Para disimularlo, vuelve a darme la espalda y enfila hacia la cocina sin esperar mi respuesta. Lo sigo y pienso en sitios donde poner las manos: ahora se me aparecen con mayor claridad.

Martín saca una hielera del freezer y la voltea dejando caer en un vaso el hielo. El movimiento le marca la vena del antebrazo. Las actividades para ocupar mis manos se siguen sucediendo en el carrusel de mis pensamientos. Trago saliva sin saber si estoy haciendo ruido o no. Martín saca una botella de la heladera y sirve agua en el vaso con hielo. Me lo alcanza sin mirarme. Vuelve a guardar la botella y se rasca la nuca, sus dedos lastiman superficialmente el silencio. Me llevo el vaso a la boca y lo miro a él. Bebo un par de tragos sin dejar de sostenerle la mirada. Apoyo el vaso en la mesada y me acerco a él, arrinconándolo contra la heladera. Le doy un beso de agua helada. Su boca está tibia y fantástica. Sus manos me recorren la espalda con una suavidad insoportable. Por fin las baja y las mete adentro de mi remera. Me acaricia en serio ahora, sus manos avanzando por mis costillas y mi cadera. Confirmo que tengo el don de seguir viviendo luego de varios minutos sin respirar.

«Hijo de puta», le digo entre dos besos, «me fuiste a abrir en cuero a propósito». Él se sonríe mirando al suelo y me vuelve a besar. Me muerde el labio inferior apenas, apenitas, con los dientes y ya estoy lista.

«No me mostraste tu cuarto», le digo.

Metal

La mosca se
posa sobre
mi brazo esta
vez no la
ahuyento
ha notado
algo
en mí
que la atrae algo
por lo que vale
la pena
quedarse frota
sus patas
delanteras
no sé
si sabe
que la observo
da unos pasitos
frenéticos
por la manga
de mi buzo quisiera
tener algo
para convidarle pero
ya me terminé
el café y las
medialunas
el metal es
helado y corta
la circulación negarlo
sería incurrir en
el más
inútil de los
engaños
pero tengo
ahora
motivos para
sospechar
que por
lejos
lo más
insoportable
de estar esposada
sería no
poder
rascarme
la nariz
no poder
sacarme de
encima
la mosca.

Cumpleaños

Cuando apaguen la luz
y traigan la torta
y empiecen las voces
y los aplausos
no soplemos
no anulemos la
transmutación del
fósforo
y la lata de kerosene de
la lupa y el rayo
de sol
dos ramas
secas
en frote
la botella de vidrio
con una remera vieja
por mecha
los ruidos de
la calle que se
despierta
de su siesta
el cianuro en caso
de que nos encuentren
las aguas partidas por los
moiseses heroicos de la
Historia para
dejar de
preocuparnos
y amar la bomba
dejar de tomar
las pastillas
y tomar las armas
rehusarnos a vivir
en un departamento
sin balcón
cuando nos toque
formular
el deseo
ojalá
podamos pensar
en una toalla
embebida en alcohol una
pila de neumáticos
en la ruta
un aerosol
y un encendedor
una bengala perversa
porque si no
cuando la torta se termine
y se vayan los invitados y
levantemos el mantel para lavarlo
el detergente
el agua micelar
y el despertador
nos confiscarán
con su hechizo
cotidiano
la lucidez.