No vamo a calmarno

Nos habían dicho que el Encuentro nos iba a cambiar la vida y la verdad es que yo estaba un poco escéptica. La Rochi comentó que esperar eso era ponerle una expectativa demasiado alta a un taller de dos días, y estuve de acuerdo, agregando que todo lo que promete cambiarle a uno la vida es un poco sospechoso. Nos reímos mientras el solcito del sábado nos lamía la piel.

Para mis amigas y yo, el 31º Encuentro Nacional de Mujeres, celebrado el fin de semana pasado en nuestra ciudad, era el primero al que íbamos. Con cifras abrumadoras como setenta mil asistentes y sesenta y nueve talleres, parecía que no eran sólo vidas las que se estaban transformando, sino toda nuestra sociedad. El clima primaveral acompañaba nuestro optimismo entusiasta.

Los talleres a los que fuimos transcurrieron alegremente entre mates, bizcochitos y la adquisición de más panfletos de los que podíamos leer. Debatimos estrategias para hacer valer nuestros derechos e impedir que agentes externos sigan decidiendo sobre nuestros cuerpos y nuestras vidas. Firmamos petitorios para la liberación de nuestras compañeras presas políticas. Escuchamos bandas y tomamos varias cervezas y un vino aguerrido que nos rompió el destapador.

El domingo era la marcha. Hacia las seis de la tarde, la columna lista para partir desde la plaza San Martín era tan gruesa que sentíamos cierta claustrofobia a pesar de estar al aire libre. A los miles de banderas partidarias, sindicales y de organizaciones de todo tipo se sumaban carteles con consignas como “Ni una menos por abortos clandestinos”, “Cupo laboral trans ya!”, “Puta, pero no tuya”, “Vivas nos queremos”. Encontramos como pudimos a nuestras amigas en la multitud y empezamos a marchar. Mientras caminábamos, entonábamos cantos sobre cómo el feminismo popular vencería al patriarcado y sobre los derechos que exigíamos.

En las esquinas, los automovilistas se prendían de sus bocinas con rabiosa impaciencia. Cabe preguntarse cómo es que no había un operativo de tránsito para contener la situación, siendo que la comisión organizadora del Encuentro había notificado a la Municipalidad del recorrido que seguiría la marcha hacía semanas.

Cuando pasábamos por Oroño y veíamos que la marcha no doblaba en ninguna de las calles transversales, comentamos entre nosotras: “¿Por dónde vamos a ir?” “¿Te imaginás si doblamos por Pellegrini?” “Nah, no creo.” “Nunca pasan por Pellegrini las marchas.” “Igual estaría buenísimo”. Y de pronto estábamos pisando la rotonda para agarrar la avenida. A nuestro lado, algunas compañeras pintaban las paredes de Tribunales con consignas, algunas más provocativas que otras. La columna de gente era impresionante. Mi amiga Ani me dijo: “Estamos haciendo historia”.

Sentíamos un orgullo y una alegría incontenibles. En aquella caminata se resumía lo que habíamos construido en esos dos días en los talleres y las fiestas, pero también la construcción que venía de antes: de los talleres de la escuela de género a los que habíamos ido algunos sábados, de nuestras conversaciones cotidianas donde siempre, inevitablemente, terminábamos hablando de feminismo, de la materia de Introducción a la Perspectiva de Género que cursamos en la facultad, de nuestras lecturas. Esto era. Caminar sin sentir miedo. Que las calles no fueran un espacio ajeno, sino nuestro. Tener la posibilidad de caminar por la calle con el torso desnudo, como la tienen los varones, aun si no quisiéramos ejercerla. Gozar de nuestros plenos derechos. No más que eso pedíamos, y si estábamos tan a gusto marchando así, quizás fuera porque no podíamos caminar tan tranquilas casi nunca, y hasta ese momento no nos habíamos dado cuenta. No sé si el Encuentro nos cambió la vida, pero sin duda la marcha fue una ocasión feliz. Por lo menos hasta una cuadra antes de la Catedral.

El punto de llegada de la movilización era el Monumento a la Bandera. Hacia él nos dirigíamos por calle Santa Fe cuando la marcha empezó a retroceder. Estábamos llegando a Laprida. No entendíamos nada, pero de golpe toda la gente que estaba adelante nuestro se nos vino encima y varias corrían en dirección contraria al monumento. Con Ani intercambiamos miradas de qué-carajo-está-sucediendo y buscamos con la vista a nuestras amigas, que estaban más atrás. Alguien explicó que íbamos a esperar un momento por motivos de seguridad y luego seguiríamos avanzando. La movilización se detuvo. Estábamos preocupadas, pero mientras siguiéramos todas juntas nada iba a pasar.

Retomamos la marcha y entonces se escucharon disparos que parecían venir de muy cerca. Más tarde me enteraría por relatos de amigas de que la policía, acuartelada hasta último momento detrás de la valla con la que habían cercado la Catedral para la ocasión, había salido a reprimir con balas de goma a las mujeres que llegaban, detrás de un grupo reducido de católicos que rezaba en voz alta en la puerta de la iglesia a modo de protesta contra la marcha. Algunas versiones afirman que las manifestantes lanzaban cascotes hacia la catedral. Otras aseguran que se trataba de varones infiltrados que no pertenecían a la marcha. Yo no llegué a ver nada de eso.

La marcha retrocedió de nuevo, y esta vez cesaron también los cantos. Se oyeron tiros nuevamente y todas nos agachamos haciendo cuerpo a tierra, con la sensación de estar todavía demasiado erguidas, demasiado lejos de ese suelo que no era alcanzado por las balas de goma. Tuve miedo. Sentía el impulso de salir corriendo, pero no habría sabido hacia dónde, porque no podía ver de dónde venían los disparos, y no podía dejar sola a Ani, la única de mis amigas a quien no había perdido de vista. La marcha rápidamente organizó una salida por Laprida y se desvió para protegernos, pero no pudimos llegar al Monumento. Caminamos por el Bajo hasta el playón del parque España mientras intentábamos comunicarnos con las que faltaban para verificar que estuvieran bien. Algunas difundían desde sus celulares fotos y videos de la represión. Una chica preguntaba si alguien había visto un teléfono con una funda violeta que se le había caído en la huida.

El panorama era de bronca y amargura. Una vez más las fuerzas de seguridad habían querido callarnos y silenciar nuestro reclamo. Querían dispersarnos y parecía que lo habían logrado. Ya no estábamos seguras caminando por la calle: nos habían devuelto súbitamente al lugar del temor. Sin embargo, horas más tarde, un festival con bandas de cumbia daba cierre al Encuentro en la explanada del Monumento. “Qué momento, qué momento. A pesar de todo, les hicimos el Encuentro”, cantamos. Con la música alegre recuperamos el ánimo y a las tres de la mañana, cuando terminó la última canción, nos arrastramos hacia nuestras casas con los músculos adoloridos y las voces roncas.

El lunes, al ver los comentarios indignados de amigos y conocidos por los “destrozos ocasionados por el Encuentro de Mujeres en la ciudad”, me frustré. No podía entender cómo para tantas personas era más importante la propiedad dañada que la salud y la integridad de las mujeres que habían sido heridas ayer durante la represión. Incluso me sorprendí al notar que muchos insistían en llamarnos violentas por haber pintado paredes con aerosol. La implicancia no sólo era que el vandalismo revestía el mismo nivel de gravedad que la violencia institucional sino, sobre todo, que nosotras habíamos provocado esa respuesta policial al vandalizar las calles. Me enfurecí, porque entendí que esta mentalidad es la misma que pretende silenciarnos, diciéndonos: no luchen, no se organicen, no pinten, porque miren que después les va a pasar esto.

La represión policial estaba preparada de antemano, y habría sucedido con o sin las pintadas. Me parece que plantear la cuestión en términos de si pintar paredes está bien o está mal es correr el eje de la discusión que debería ser acerca de nuestros derechos. Las fuerzas de seguridad pusieron en riesgo a miles de personas en pos de preservar la fachada de un edificio privado como lo es la Catedral, y eso es inaceptable. A mí, que ni se me había ocurrido graffitear durante la marcha, me dieron ganas de salir y pintar con aerosol el mundo entero sólo para demostrarles que no nos van a frenar.

Laura

De qué hablamos cuando gritamos #NiUnaMenos

Viernes 3 de junio, 20:30 horas. Es el anochecer del día más frío y largo de mi año. Llego a mi casa después de una jornada de trabajo, un turno con la dentista y un paso fugaz por la marcha. Estoy cansada, pero igual voy a comer con amigos. Mientras me cambio, escucho el audio que dejó una amiga de la secundaria en un grupo de Whatsapp que compartimos:

Che, ¿qué onda que están con todo esto de ni una menos? Yo nunca voy a esas marchas porque me parece que es una pelotudez hablar de que solamente las mujeres son víctimas de maltrato masculino. Si bien es cierto que estadísticamente es más probable que los hombres maltraten a las mujeres, yo creo que muchos hombres no deben denunciar porque les da vergüenza, porque los estigmatizan por ser maltratados. Hay muchísimos tipos maltratados y asesinados por sus mujeres que no salen a la luz y me parece que tendría que ser “ni una persona menos”, no una mujer nomás.”

Pienso un momento si responder o no, mientras me pongo unas medias abrigadas. Decido no hacerlo, estoy apurada. Pero mi amiga manda otro mensaje a continuación de su audio demandando específicamente mi opinión: de las cinco personas que integramos este grupo de Whatsapp, yo vengo a ser la feminista designada.

Grabo y envío mi respuesta camino a la parada del colectivo. Explico que de lo que se trata #NiUnaMenos no es de acusar a los hombres. Que hay tipos de violencia que afectan específicamente a las mujeres por el hecho de ser mujeres: la industria de la trata de personas genera ganancias por 32.000 millones de dólares anuales en el mundo, y según la Organización Mundial de la Salud, una de cada tres mujeres experimenta violencia física o sexual por parte de su pareja. Alego que el machismo atraviesa la sociedad y sus instituciones, y que la marcha sirve para mostrar esas injusticias, visibilizarlas para que nos hagamos cargo de no seguir reproduciéndolas.

Y entonces se desata la avalancha. Mi trayecto en colectivo de unas treinta o cuarenta cuadras, que pensaba llenar escuchando el nuevo EP de los Strokes, se hace corto gracias al debate del grupo. Y en forma análoga a mi uso del transporte público, no me voy a bajar hasta no llegar a destino, sin importar lo cansada que esté ni las ganas que tenga de estar escuchando Future Present Past. Me digo a mí misma que esto me pasa por juntarme con personas tan distintas a mí. Pero, pensándolo mejor, creo que la cosa es exactamente al revés.

Cuando empecé la facultad, hace cinco años, mi círculo de personas cercanas cambió. Por fin estaba en un ambiente donde la mayoría de la gente pensaba más o menos como yo, y encontrar esta validación de mis ideas políticas fue una experiencia transformadora. Pero ahora, esta burbuja cotidiana me juega en contra. Doy por sentado que nadie puede no adherir a las consignas de la marcha Ni Una Menos, lo cual no tiene sentido. Si todos adhiriésemos, no haría falta marchar.

Entonces, hoy escribo esto. No porque crea ingenuamente que puedo hacer cambiar de opinión a alguien que tiene sus ideas tan arraigadas como yo tengo las mías; pienso que mi deuda pasa por otro lado. La conversación de esa noche fue una encarnación de la célebre teoría del agenda setting que estudiamos en comunicación social. Contra gran pronóstico, las mujeres que organizaron el hashtag NiUnaMenos lograron instalar el tema de la violencia de género en la agenda mediática, aún si es efímeramente, aún cuando Tinelli twittee el hashtag para luego proceder con su programa como si nada.

Ahora propongo profundizar ese debate que viene apareciendo. Para eso, tomé nota de algunos argumentos en contra del #NiUnaMenos que escuché y los respondí según mi opinión personal, de modo de continuar la conversación:

Tenemos que dejar de decir que los hombres nos maltratan y hacen lo que quieren con nosotras porque hoy en día las mujeres, al menos en nuestro país, tenemos muchísima participación. En Pakistán sí hay violencia de género. Mirá la historia de Malala. Los talibanes tiran bombas en las escuelas porque no quieren que las mujeres aprendan.”

He leído sobre Malala, pero no conozco la historia ni la coyuntura actual de Pakistán. Sí creo que probablemente tengamos una visión simplista y estereotipada de muchas realidades complejas de los países musulmanes.

De todos modos, siguiendo esta lógica, no luchemos nunca por ninguna causa, porque siempre habrá alguien que va a estar peor. No exijamos el fin del maltrato animal en Argentina, si en Canadá golpean focas. No veo por qué conformarnos con lo que hay, cuando todavía nos falta una educación sexual que nos enseñe que existe la no-heterosexualidad, nos falta desbaratar las redes de trata, nos falta que las mujeres trans tengan opciones laborales aparte de la prostitución, nos falta poder decidir sobre cómo parir, y nos falta que no nos apoyen en los colectivos.

La maldad y la locura la pueden tener tanto un hombre como una mujer. Los genitales no definen todos esos aspectos en una persona. Hay tipos violentos, pero hay minas hijas de puta.”

El problema con estos argumentos es que la violencia de género no es una patología de alguien en particular que es violento o violenta. Existe un sistema entero instituido en el machismo, que atraviesa todos los aspectos de nuestra vida: las leyes, los valores, las artes, la profesión que elegimos y la forma de relacionarnos con los demás. En nuestra infancia, por ejemplo, nos proponían productos, juegos y colores diferenciados según nuestro género. Así fuimos construyendo nuestra identidad. Cuando éramos adolescentes, aprendimos que tener relaciones sexuales nos convertía en putas. Al mismo tiempo, los varones aprendieron que no hacerlo era vergonzoso.

Un tipo no le pega a una mujer en el vacío, esos hechos ocurren en un contexto, un lugar y una época, con todo lo que eso implica. Decir que la violencia no tiene nada que ver con el género es ignorar ese contexto. Es como decir que las personas en situación de calle no tienen nada que ver con el sistema capitalista.

Mis tíos se divorciaron y ahora ella no le deja ver a los chicos. Las leyes siempre benefician a la mujer en el tema de los hijos.”

Estos casos familiares los deciden jueces que pueden tener (y de hecho tienen) prejuicios. Es común que se asuma que la mujer es más capaz de hacerse cargo de los hijos que el varón, y eso es una concepción machista de la familia. El tema es complejo y hay que tener en cuenta que no todas las familias están formadas por una mamá y un papá.

A mí nunca me trataron mal/diferente por ser mujer”

Me acuerdo que la persona que me dijo esto me contó en 2006, cuando teníamos doce años, que el barrendero de su cuadra le chiflaba y le decía piropos que la incomodaban y le daban miedo. Aparte de esta experiencia, ya hablé de cómo se nos trata de forma distinta desde el momento en que nos regalan una muñeca en vez de una pistola de juguete.

Pero aún si la realidad fuera como ella dice, creo que también es importante solidarizarnos con quienes sí vivieron situaciones de discriminación o de violencia. Las más afectadas suelen ser las mujeres más pobres y las trans, y me parece que no marchar a su lado es perpetuar su marginalización.

Estamos todos de acuerdo en que está mal el maltrato, no sé a quién quieren convencer con la marcha.”

Hay que ver hasta qué punto estamos todos de acuerdo. Hace poco, en Tucumán, condenaron a Belén a ocho años de prisión por haber tenido un aborto espontáneo. Ella ni siquiera sabía que estaba embarazada. En lo discursivo, probablemente podamos encontrar consenso sobre el hecho de que es inmoral maltratar a otro ser humano. Y sin embargo, la cantidad de femicidios se dispara cada vez que se hacen marchas y encuentros de mujeres.

No marchamos para convencer a nadie de nada, porque a las personas no se las convence, a menos que ellas ya estén dispuestas a dejarse convencer (Paul Lázarsfeld lo dice, no yo). Sí entendemos que si provocamos un fenómeno masivo como el #NiUnaMenos podemos hacer que se empiece a hablar de estos temas por los que luchamos. Que se hable de violencia de género en las mesas de las casas y en los grupos de Whatsapp es un logro de la marcha, y no es poco. Es prender una linterna en un cuarto a oscuras. Es abrir una ventana.

***

Este año, a la consigna “Ni una menos” se suman “Vivas nos queremos” y “El Estado es responsable”. Ya no se trata solamente del reclamo de las sobrevivientes, las víctimas y sus familias. Hoy gritamos que queremos vivir, que tenemos proyectos, ideas, sueños. Hoy dejamos claro que somos personas, y que es responsabilidad del Estado garantizar que nuestros derechos se respeten.

Laura

Es la educación pública, boludo

Luego de la mesa de negociación de COAD del lunes 18 de abril, donde el ministro Esteban Bullrich ofreció un aumento salarial del 15% en mayo y una nueva negociación para octubre, el gremio que agrupa a los docentes de la Universidad Nacional de Rosario decidió parar durante toda esta semana. La propuesta del gobierno nacional, con un incremento menor al 25% ofrecido inicialmente, deja clara la posición de este gobierno respecto de la educación pública: el mismo presidente ha dicho públicamente no estar de acuerdo con la apertura de nuevas universidades nacionales.

Durante la semana de paro se están realizando diversas actividades que acompañan la medida de fuerza, como clases públicas, movilizaciones y reuniones. En este marco, hoy asistí como estudiante de Licenciatura en Comunicación Social a una «No clase» en mi facultad, una asamblea con varios docentes y un par de estudiantes para discutir estrategias a futuro. Lo llamativo fue, desde mi punto de vista, la escasa concurrencia que tuvo este evento. ¿Dónde estaban todos esos compañeros que escucho quejarse de los paros y enojarse con los profesores porque «vamos a perder el año»?

Como alumnos, es común caer en la necedad de entender los paros únicamente en términos de cómo nos afectan a nosotros: perdemos clases y exámenes que son fundamentales para la obtención de nuestro título y, en definitiva, para nuestro futuro. Pero no podemos permanecer ciegos a la realidad de que lo que está en juego, en el fondo, no es simplemente una semana más o menos de clases, sino el futuro y la calidad de la educación pública. No se trata de estar atentos a la posibilidad de un paro para saber si tendremos que estudiar o no para un parcial, sino de entender que nosotros también somos parte de esta lucha. Las condiciones laborales de nuestros docentes no pueden no movilizarnos.

Pareciera que muchos compañeros estudiantes creen que van a la Universidad únicamente por su propia cuenta, como individuos ajenos a las políticas que se lo posibilitan. Existe una mentalidad capitalista que nos dice que aquello que logramos es fruto exclusivamente de nuestro propio esfuerzo, y hoy es crucial que sepamos que eso es mentira. Nadie hace nada solo y sostener una educación superior pública de calidad internacional es posible solamente mediante un esfuerzo colectivo de toda nuestra comunidad y del Estado. Cuando obtenemos un título de la Universidad Nacional de Rosario, lo hacemos gracias a las contribuciones impositivas de todos, gracias a la implementación de políticas como el medio boleto estudiantil y la doble banda horaria para cursar nuestras carreras, gracias al apoyo de nuestras familias, y también gracias a los docentes que nos preparan.

Si no logramos visualizarnos a nosotros mismos como miembros de nuestra propia comunidad y agentes comprometidos, nuestra formación como profesionales estará incompleta, y es en este sentido que la lucha docente es también una forma de ejercer la enseñanza.

Laura

Hacer escuela

Si se le pregunta a cualquier persona de cualquier edad, difícilmente alguien diga que no le gusta aprender.

No hablo de aprender para obtener una calificación determinada en un examen, ni de aprender para después poder acceder a un trabajo bien remunerado. Tampoco hablo de aprender porque ese conocimiento va a ser útil o necesario en alguna instancia futura de la vida.

Me refiero a aprender para saber. Aprender porque es una de esas actividades que nos hacen sentir (no entender racionalmente, sino sentir en lo verdaderamente profundo del alma) que estamos vivos. Aprender porque en ese acto se rasca la picazón insaciable de la curiosidad.

Recuerdo vívidamente haber sentido todas esas cosas en el momento en que supe que hay otros planetas además de la Tierra, algunos de los cuales orbitan el mismo Sol que nosotros. Sentí cómo se abrían puertas en lugares de mi mente donde hasta entonces sólo había habido muros y oscuridad. Lo sentí cuando aprendí a hacer un cálculo con regla de tres. También cuando aprendí cómo funcionan los órganos del sistema digestivo de un ser humano. Más recientemente, lo sentí cuando leí por primera vez a Marx y a Foucault. Puedo decir con bastante seguridad que seguiré experimentando esa mezcla de asombro y excitación hasta el momento mismo de mi muerte, cuando aprenda cómo es en realidad el fin de la vida de una persona.

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Pero, en todo este despliegue didáctico de sensaciones y emociones, hay cosas que no me cierran.

La escuela, por ejemplo. Cualquiera que me conozca aunque sea un poco sabe que soy la más tenaz crítica de esta institución que causó varios de los traumas de mi vida. La razón por la cual la escuela no me cierra es que no es el santuario del saber que dice ser: la cantidad de veces que sentí aquella emoción de aprender estando dentro del edificio escolar es casi nula. Lo que digo no puede sorprender a nadie que haya pasado sus reglamentarios doce años de vida encerrado entre cuatro paredes del aula de una escuela, el culo atornillado a una silla atornillada a un pupitre atornillado a una fila de pupitres; la mente atornillada al ventilador de aspas aletargadas que, si se cayera, provocaría la muerte de algunos compañeros.

La escuela en sí no está hecha para motivar al aprendizaje, ni mucho menos para cuidar, como el valioso tesoro que es, esa curiosidad con la que salen todos los niños de los vientres de sus madres. La escuela, al menos en mi experiencia personal, está hecha para disciplinar (¿mencioné a Foucault?). Y no es que esta función de la escuela tenga algo de intrínsecamente malo: es vital adquirir el hábito de la disciplina si uno pretende vivir en sociedad. Pero esta disciplina no es lo único que una persona necesita para formarse. También es imperioso poder pasar largas horas en ambientes que no estén iluminados con tubos fluorescentes, sino con la luz cósmica de esa estrella alrededor de la cual nuestro singular planetita insiste en girar. Poder dar y recibir abrazos. Poder estar solo y tranquilo para reflexionar.

Lo que la escuela no comprende es que una calificación no alcanza a reflejar ese proceso de creación de puertas mentales. Que el aprendizaje no es un medio para llegar a algún fin, sino que puede y debe ser un fin en sí mismo. Que aprender de memoria no es aprender, porque si no hay un componente emocional asociado al conocimiento, los datos se escurren del cerebro como granos de arena en un puño cerrado. Que los docentes también tienen que poder hacer autocrítica cuando algo no sale bien.

Ahora bien, no estoy diciendo que la escuela sea un monstruo incontrolable que arruina las vidas de la gente. Después de todo, soy hija de dos docentes y jamás me canso de repetirlo con orgullo, porque un docente es alguien que se dedica a entregar a sus alumnos herramientas y materiales para que ellos construyan sus propias puertas.

Lo que pasa, desde mi punto de vista, es que existe todo un sistema educativo malogrado que va más allá de los profesionales de la educación. Hay muchos casos donde se demuestra cómo este sistema falla en la transmisión de conocimientos básicos. Por ejemplo, es sabido que una abrumadora mayoría de los alumnos de escuela primaria tienen dificultades para aprender matemática. Una amiga que trabaja como voluntaria dando apoyo escolar en el barrio La Tablada corroboró que todos los chicos que van a buscar ese apoyo necesitan ayuda con esta asignatura. Yo adjudico esto a la complejidad lógica del lenguaje matemático, que requiere para su comprensión de un nivel de abstracción mayor que el lenguaje natural. Pero esta dificultad no es algo nuevo. Hace diez o doce años, cuando yo iba a la primaria, ya era notorio que a la mayoría de nosotros nos costaba mucho entender las fracciones. Eso quiere decir que la alarmante dificultad de los alumnos de escuela primaria para las matemáticas tiene ya más de una década, y el sistema educativo no parece haber invertido muchos recursos en revertir la situación. Si se sabe que hay un problema con la matemática, ¿por qué no cambiar el enfoque de la materia? ¿Por qué no hay más investigaciones destinadas a encontrar las causas de este asunto? Se sigue enseñando matemática de la misma forma que hace diez años y se obtienen resultados cada vez peores. Los docentes se frustran y reaccionan dando más tareas a los estudiantes, agregando tareas de vacaciones y obligándolos a estudiar como forma de castigo. Y ¿qué clase de resultados cabe esperar si se concibe el aprendizaje como un castigo?

Lo que estoy tratando de preguntar es: ¿por qué no se hacen verdaderas reformas integrales en el sistema educativo? La falta de retroalimentación acerca del funcionamiento del actual sistema es a lo que me refiero con “verdaderas reformas”.

En la Universidad, los profesores a menudo se quejan de que la escuela secundaria no nos prepara lo suficiente para la educación superior, pero lo suelen hacer a modo de reprimenda hacia nosotros. Nos dicen: “¿Vos qué aprendiste en la secundaria?”, pero no “¿A vos qué te enseñaron en la secundaria?” ni mucho menos “¿A vos cómo te enseñaron en la secundaria?”. A eso me refiero con reformas que sean integrales, porque los docentes también tienen que estar mejor capacitados para poder ayudarnos en la construcción de las puertas mentales.

Si hay perspectivas de que en el futuro nuestra sociedad pueda superar los problemas económicos y sociales que la aquejan desde hace un siglo, va a ser crucial que logremos elevarnos hacia un sentido crítico de nuestra realidad y de las relaciones de poder que están en la base de ella. Yo quiero una escuela donde los alumnos y los docentes asistan con ganas. Quiero una institución que fomente el debate y la participación ciudadana. Quiero una escuela que abra puertas.

Laura

Injusticia por mano propia

Mucho ha sido dicho en los últimos días con respecto a la muerte de David Moreyra, el joven de 18 años que fue linchado por vecinos del barrio Azcuénaga de Rosario tras haber asaltado a una mujer que caminaba con su bebé. Yo intentaré hacer un análisis un poco más profundo de la situación, así que espero sepan disculpar lo extenso de esta entrada.gentemala2

Quienes hayan leído los comentarios de los lectores que aparecen en las noticias sobre el linchamiento en los diarios online habrán notado la magnitud del resentimiento que manifiestan esos leyentes, que justifican el accionar de los vecinos considerándolo un acto de legítima defensa.

No coincido ni coincidiré jamás con ellos: una persona que roba sigue siendo una persona, es el hijo de alguien, el hermano de alguien, el amor de alguien. Si nos parece tan aberrante que un ladrón nos pueda arrebatar a un ser querido para sacarle algún objeto de valor, ¿cómo podemos pensar que si el sujeto que mataron robó, entonces está bien? No encuentro justificación racional para el ejercicio de la violencia.

Es cierto que, estadísticamente, la delincuencia en nuestra ciudad se ha incrementado en los últimos años. A mí me han robado en varias ocasiones. Una vez entraron a mi casa cuando no había nadie y se llevaron muchísimas cosas, volvimos y encontramos un desastre. Otra vez a mi novio y a mí nos asaltaron tres pibes armados con revólveres y uno de ellos me apoyó su arma en el estómago mientras otro me revisaba los bolsillos. Otra vez un flaco me arrebató un bolso donde había poquísima plata y un celular viejo, pero tenía cosas de valor sentimental para mí y algunos documentos que tuve que duplicar mediante trámites engorrosos.

Aún así, yo sigo convencida de que no hay que matar a nadie. De ninguna manera estoy a favor de la delincuencia, pero entiendo que para trabajar sobre esta problemática no sólo no sirve la violencia estructural, sino que es contrapruducente.

Quienes sostienen la postura de la “justicia por mano propia” se equivocan al enfocarse en el problema de la “inseguridad”. Como expresé algunas líneas atrás, la inseguridad es real. Es cierto que existe la delincuencia. Pero ese no es el problema de fondo.

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Cuando me asaltaron esos tres chicos en el año 2010, noté que eran más o menos de mi misma altura y más o menos de mi misma edad. También pude deducir que eran de mi mismo barrio, que fue donde sucedió el atraco. ¿Qué los diferenciaba de mí? ¿Por qué ellos salían a robar un sábado a la noche mientras yo me iba al cine o al teatro o al cumpleaños de una amiga? ¿Por qué ellos no comprendían el valor de la vida de la misma forma que yo? Esas son algunas preguntas que me hice ese día y sé que si yo, con dieciséis años, pude hacerlas, cualquier otra persona en el mundo también se las puede hacer.

Sin embargo, muchas personas no se quieren hacer esas preguntas, porque no les importan estas cuestiones: están mucho más interesadas en que la inseguridad no las toque. Es como si tuvieran una pared en la que periódicamente aparecen manchas de humedad y, en lugar de atinar a esclarecer de dónde proviene esa humedad para poder erradicarla desde su origen, se limitaran a exigir que el gobierno invierta más recursos en pintarla.

Me parece pertinente citar aquí la primera frase de un maravilloso libro que leí este verano, El gran Gatsby:

“Cuando yo era más joven y más vulnerable, mi padre me dio un consejo en el que no he dejado de pensar desde entonces.
«Antes de criticar a nadie», me dijo, «recuerda que no todo el mundo ha tenido las ventajas que has tenido tú».”

¿Por qué es pertinente esta frase? La recomendación que el protagonista recibe de su padre ilustra, a mi entender, una cuestión fundamental: inseguridad y desigualdad social van de la mano, y en ese sentido somos todos responsables de la inseguridad, en la medida en que no hacemos nada por acortar la brecha social. Lo que me diferencia a mí de esos chicos que me robaron no es mucho más que el azar, o dicho de otro modo, las ventajas que tuve. El azar determinó que mis padres sean profesionales de clase media, que se ocupen mí, que nadie nunca me haya coaccionado a cometer un delito, que ninguna banda narco me haya cooptado. Esas son mis ventajas.

Tal vez los chicos que me asaltaron no tuvieron las mismas oportunidades que yo. O tal vez sí, pero en todo caso aquel elemento causal decisivo que los empujó a transitar el camino de la delincuencia fue circunstancial y, en gran medida, azaroso. Al igual que yo, no nacieron chorros ni malos. Yo podría haber ser uno de ellos y ellos podrían ser estudiantes universitarios como quien escribe.

Empero, el mundo no los ve con los mismos ojos que a mí. Muchos chicos de barrios como el mío ya son marginados por una comunidad que los excluye desde antes de su nacimiento, discriminados por la gente que se cruza de vereda cuando los ve, por la Guardia Urbana Municipal que les pide los documentos cuando van al centro de la ciudad, por una sociedad donde el clasismo ni siquiera está mal visto. Esto se observa hasta en el uso del término “negro” para referirse a un ladrón. La expresión me molesta profundamente porque además de ser clasista, es racista: si decimos que alguien que delinque es un “negro”, significa que estamos equiparando “negro” con “malo”.

Pero, al final, ¿qué se supone que hagamos ante estas situaciones de delincuencia? Yo creo que la confusión respecto a cómo actuar aparece allí donde dejamos de ver a la persona que hay en el delincuente. Cuando hace dos semanas un motochorro golpeó a mi mamá intentando arrancarle el portafolio, los vecinos de la cuadra salieron de sus casas alertados por los gritos de ella. Al verse rodeado, el hombre se dio a la fuga sin el portafolio y sin ser linchado. Aunque ciertamente me dio bronca que agredieran a mi mamá, me alegró saber que la reacción de mi comunidad fue de contención hacia ella y no de venganza contra el agresor.

Si logramos comprender que quien comete una infracción es un ser humano igual que nosotros, entenderemos también que tiene derechos: a la vida, a la defensa, a la presunción de su inocencia, a recibir asistencia médica. De esta forma, las penas para los delitos serán entendidas no ya como un castigo sino como una forma de reinsertar al individuo en la sociedad de forma productiva y asegurar que no reincida en las conductas delictivas. Se encarará de una forma diferente todo el sistema penal y se llevarán adelante verdaderas reformas sustanciales en su código.

Después de todo, todos hemos infringido la Ley en algún momento de la vida. Todos hemos conducido un auto bajo los efectos del alcohol, pintado un graffitti, fotocopiado algún libro, evadido impuestos, o mantenido relaciones sexuales con una prostituta. No podemos creernos autoridad moral, porque todos hemos cometido errores y hemos sido irresponsables, y nunca nos juzgamos a nosotros mismos tan duramente como lo hacemos con los demás. Como escribió Marcelo Alvarez desde su cuenta de Facebook: “Me pregunto cuántos de esos que participaron en la golpiza compraron alguna vez algo robado…”

Laura

 

No me digan «feliz día»

Cada 30 horas una mujer es asesinada en Argentina. ¿Todavía te parece que el Día de la Mujer es una fecha para celebrar? ¿O para regalos? Retrocedamos un poco.
El 25 de marzo de 1911 un grupo de más de cien trabajadoras de una fábrica textil de Nueva York murieron durante el incendio de la planta. Las asalariadas se habían encerrado en el edificio exigiendo mejores condiciones laborales y no pudieron evacuar las instalaciones porque los responsables de la fábrica habían cerrado todas las puertas de las escaleras y salidas, una práctica común para evitar y reprimir movimientos obreros. Este suceso fue uno de los determinantes en la resolución de conmemorar el Día Internacional de la Mujer el 8 de marzo, que se oficializó en 1914 en algunos países de Europa y se expandió al resto del mundo en el primer cuarto del siglo XX. Como será fácil advertir, esta fecha no nace como celebración de aquello que la cultura ha dado en considerar “femenino”, sino que surge en un contexto de luchas y búsqueda de reivindicaciones por parte de una gran porción de la población que es vulnerada.
Hoy en día el mundo es un lugar muy distinto al que era a principios del 1900, y nada podría ser más natural que esta diferencia: un siglo ha transcurrido y el tiempo no pasa en vano. Quizás sea por eso que muchas personas consideran que las desigualdades entre hombres y mujeres son cosa del pasado y que el machismo ya no existe; aquellas personas vuelvan a leer la primera frase de este texto y luego estaremos en condiciones de dialogar.
La significación que reviste esta cifra de femicidios excede ampliamente los límites de una breve entrada en un blog: 295 mujeres fueron asesinadas en Argentina en 2013. Un aspecto interesante a analizar en este contexto es la forma en que los medios tratan esta información. El portal web de la agencia de noticias Télam publica la noticia usando como titular la frase que yo tomé prestada para iniciar este texto. A continuación del título, ubica esta bajada:
«Un informe de La Casa del Encuentro reveló que en 2013 se produjeron 295 femicidios, la mayoría de ellos cometidos por parejas o ex parejas de las mujeres en las casas de las víctimas, un crimen que dejó huérfanos a 405 niñas y niños.»
El enunciado hace hincapié en la cuestión familiar, en el número de niños que se quedaron sin mamá debido a los femicidios. Porque, claro, la cantidad de hijos es un indicador clave del valor de la vida de una mujer y por lo tanto, su muerte sólo pesa tanto como los huérfanos que ésta deje. Ahora bien, no estoy diciendo que la situación de esos chicos no sea preocupante ni mucho menos intento menospreciar el dolor que ellos han de sentir. Pero si los niños que se quedan sin mamá por causa de un femicidio son importantes, no lo son en mayor medida que las mujeres que se quedan literalmente sin vida por este motivo. Esta equiparación de la femineidad con la maternidad sin duda es una prueba de que el sexismo persiste en el siglo XXI: en las estadísticas de homicidios masculinos no se suele dar tanta importancia a la familia de la víctima.

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Pero lo más alarmante de esta cifra de femicidios es que ni siquiera alcanza a reflejar el problema de la violencia de género en su totalidad. Cuando la sociedad en su conjunto concibe (de manera consciente o no) a la mujer como un objeto, un mero instrumento para llegar a determinados fines, que puede ser intercambiado por otros objetos de toda índole, se desencadenan consecuencias atroces que van desde la violencia mediática y el acoso en la vía pública hasta las violaciones, estas 295 muertes y la trata de personas.
En definitiva, son problemáticas como los femicidios las que gestaron el Día de la Mujer. No quiero decir con esto que debamos tomarlo como una fecha de luto y tragedia, sino todo lo contrario. Es deber de todos (mujeres y hombres) luchar para que este tipo de tragedias dejen de suceder. ¿Cómo hacerlo? Empezar a tomar conciencia acerca de las cuestiones de género es un paso importante, pero no sirve si es el único que se da. Es asimismo fundamental que nos solidaricemos con estas luchas asistiendo a actos, marchas, debates por el Día de la Mujer (ahora me toca reconocer que hace casi un año que no voy a una marcha; la última fue el Día de la Memoria de 2013), en lugar de ir al Shopping a hacer compras con un descuento especial por nuestro día. No tiene nada de malo querer aprovechar un precio rebajado, pero recordemos que los verdaderos descuentos en realidad sólo se hacen cuando quedan productos viejos en stock de los que hay que deshacerse. Lo que hay en estas fechas comercializadas no es más que el truco de colocarle a un producto un precio más caro tachado para fingir el descuento (lo he comprobado en negocios de ropa y zapatos de Rosario).

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Hay que tener en cuenta también que comprometerse con esta causa no debería implicar un prejuicio sobre aquellas personas que no hagan lo mismo. Esto es particularmente difícil de lograr, pero nadie puede juzgar a nadie por comprar algo con descuento, o por festejar el día con amigas, o por aceptar un “feliz día” sin dar un discurso sobre las luchas del género femenino. Éste es también el día de esas mujeres, y pueden hacer con él lo que tengan ganas. Pero si somos plenamente conscientes de lo que realmente representa esta fecha, es menos probable que nos den ganas de festejar y más probable, espero, que sintamos la necesidad de gritar “¡Basta!”, de ponerle un freno al sistema consumista que pretende acallar nuestros gritos con regalos, flores y felicitaciones vacías.
Como ya expresé, no puedo obligar a nadie a pensar como yo, pero sí espero que, después de leer ésto, las realidades que menciono te hablen por mí.
Laura

Radiografía de la educación

En la última década y media se ha estado gestando un debate en torno a la educación en Argentina y en el mundo. La escuela como institución ya no satisface las demandas de una sociedad occidental que avanza a mayor velocidad que todo cambio en el sistema. “A pesar del empeño de los ministerios y de los docentes, lamentablemente la escuela sigue empleando estrategias que, en el mejor de los casos, provienen de hace 30 años”, afirma María Susana Flores, vicedirectora de la escuela primaria provincial Nº 1078 de Rosario.

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La escuela, empero, sigue siendo un espacio de socialización que, en principio, provee referentes adultos apropiados. La alfabetización y los conocimientos curriculares básicos se adquieren casi exclusivamente en la escuela. Es, ante todo, un lugar de estructuración del pensamiento y la personalidad.

Existe, paralelamente, toda una serie de espacios no curriculares, donde el sujeto puede formarse en toda clase de disciplinas. Estos constituyen la educación no formal, que abarca todo tipo de instancias educativas que se llevan a cabo fuera del marco institucional escolar.

Emerge de lo precedente una dicotomía entre dos perspectivas sobre la educación. De un lado, la educación formal, institucionalizada en la escuela, como lugar de construcción del conocimiento. Del otro, surge la alternativa de la educación no formal, concepto más flexible y heterogéneo.

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Aunque los enfoques conductistas y positivistas siguen sosteniendo que el modelo de la escuela tradicional es el adecuado para la formación de individuos que puedan adaptarse a la vida en sociedad, esta afirmación contrasta con los resultados que se observan en la realidad. La fuerte competitividad que fomenta el sistema educativo actual dificulta la transmisión de valores relacionados con la paz, el respeto y la vida en democracia. El régimen evaluativo actual consiste en la comparación de los aprendizajes del sujeto frente a una escala estandarizada. De este modo, la descripción del proceso de aprendizaje que llevan adelante los individuos se reduce a un número, la calificación. Esta situación genera conflictos a nivel emocional y cognitivo en los alumnos: el sistema distingue ganadores y perdedores. Se desestima la importancia de los estados afectivos en la experiencia educativa.

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Por su parte, la educación no formal brinda la posibilidad de trabajar por fuera de esta estructura de la competencia. Hay un trato de persona a persona entre el docente y el alumno, donde el vínculo afectivo es tenido en cuenta como un factor fundamental para el proceso de aprendizaje. En estos espacios, los alumnos no son evaluados con calificación, sino que son seguidos de cerca por docentes que se encargan de guiar el desarrollo de los ejes abordados. Además, la amplia variedad de modalidades (deportiva y artística, entre otras) que puede adoptar la educación no formal la constituyen como una herramienta clave para el crecimiento personal de los educandos. Las áreas más lúdicas favorecen la convivencia, la solidaridad y la tolerancia, mientras que otras relacionadas con lo cultural estimulan el interés de los alumnos en las artes y lo humanístico.

En segundo lugar, la educación no formal posee la ventaja de ser indudablemente más placentera. De acuerdo con la directora del espacio de educación no formal Kinder Club Ana Frank de Rosario, Mariela Lazo Fiorino, “el formato y los espacios donde se encuadra la educación formal dejan una parte afuera, que para mí es muy importante en la educación, y es el deseo, el bienestar, la comodidad. Y la educación no formal rompe con esa estructura de lo formal. Hay otra predisposición de parte de los chicos, pero también de parte de los docentes, porque se trabaja más relajado”. La escuela funciona por medio de estructuras rígidas que no siempre contemplan las necesidades y el bienestar de los actores involucrados. Si bien ciertas corrientes pedagógicas afirman que esta rigidez en la estructura es necesaria ya que contribuye a la regulación de la conducta a través de límites marcados, estos límites en la vida real no suelen ser eficaces. María Susana Flores señala que, muchas veces, los niños en la escuela intentan transgredir todo orden posible. Esta transgresión colectiva indica que las estructuras no aportan contención para la conducta de los individuos.

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Finalmente, los formatos mismos de la educación formal condicionan el proceso cognitivo del educando. La disposición tradicional del aula, donde los alumnos se sientan uno detrás de otro y el docente está frente a la clase en un escritorio (formación que no favorece al aprendizaje) permanece aun como la más frecuente. “La formación en ronda hoy en día parecería revolucionaria, y sin embargo es algo fácil de hacer y está comprobado que estimula a los chicos. Pero hay resistencia, porque seguimos viendo la escuela como era cuando nosotros éramos alumnos. Los chicos realmente aprenden haciendo, sin embargo los ceñimos a una carpeta, a una hoja de carpeta, a un libro y nos cuesta mucho sacarlos de ahí, a pesar de que hay muchísimas más herramientas que antes”, observa Flores. En este sentido, los espacios donde se llevan adelante actividades de educación no formal suelen contar con un formato más flexible.

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Resumiendo: en la actual coyuntura crítica de la educación formal, donde los alumnos no reciben estímulos eficaces y los maestros luchan contra una cultura que no valora el esfuerzo ni la dedicación al aprendizaje, la educación no formal juega un rol central en la formación de las nuevas generaciones. Pero ese rol no es remplazar a la escuela. La educación formal sigue cumpliendo una función organizadora del pensamiento y alfabetizadora. La importancia de la educación no formal radica en la complementariedad que permite con la institución escolar. Es imperioso que ambos espacios se complementen para lograr una formación íntegra, que tenga en cuenta, además del conocimiento curricular, el vínculo afectivo con el otro, el placer y la convivencia, en un contexto sociocultural en continuo cambio.