Los demonios

(Una cosilla que hice en 2010)

Miedo es un monstruo hermoso que vive abajo de mi cama. Le puse así porque eso es lo que es: ni pánico, ni bronca ni dolor, simplemente miedo. Creo que la primera vez que lo vi fue en esa época en que compraba las verdades universales en el supermercado y era la alumna chupamedias del televisor. Tiempo después me digné a notar que detrás del azúcar adictiva no me sabían a nada las verdades del sùper, y ahí lo vi a mi monstruo, telaraña balbuceante, y lo abracé. Tal vez porque después de mirar más allá de los colores ya no me quedaba ningún otro amigo, o tal vez porque él me dejaba sentir en paz, sin sentir que si sentía era una rara o una loca tamaño manicomio. No sé por qué lo abracé, pero ese abrazo fue tan intenso que con el tiempo terminé idealizándolo. Y así conocí al miedo, un bicho tan complejo y cotidiano que excederá eternamente mi capacidad de comprenderlo. Pero así lo prefiero, pues la intriga me permite sentirlo tal cual es, o mejor dicho tal cual quiero que sea, como quiero que haya sido aquél primer abrazo, pacto cómplice de amistad.

De repente el miedo desaparece sin decir ni un «bueno, chau». Bajo la cama me he puesto a cantar algunos tangos hasta que aparece la inseguridad.

Inseguridad no es un monstruo sino apenas un fantasma, sábana gastada y transparente que reconozco aunque no la he visto nunca. Hay algo en ella que es irritante, no sé si será que viene a colarse en el puesto de mi miedo o si tendrá que ver con su cara que me es familiar. Pero luego de un momento consigo verla con claridad: ella siempre estuvo conmigo. En los complejos que le sobran a este cuerpo y en las curvas que le faltan, diciéndome que tal vez todo lo que hago es inútil. Que soy cuchillo de palo y oveja negra y tal astilla.

No. Primero el miedo indescifrable y ahora ésto, este martirio psicoanalizable y carente de emoción que me configura el cerebro en modo “no sé”. No quiero un patético fantasma que me trate de débil por llorar o de tonta por reír o de loca por gritar. No voy a volver a rezar en el súper -y sumirme en la misma teletúbica idiotez histórica-. No me quiero aguantar más nada, que vengan los dos y me pidan disculpas. O si no voy a barrer debajo de la cama sin dejar rastros de ninguna abominación, que con los amigos imaginarios que habitan el techo tengo más que suficiente, ¿oyeron?

El escondite

(Éste es un trabajo que hice en la facultad hace más de un año. Lo volví a encontrar y me pareció que el nivel de mediocridad era suficientemente bajo como para publicarlo).

Eternas son las noches de vigilia esperando a que él se duerma para furtivamente asaltar la heladera. En silencio aguardo, anhelante, el suave crujido de su leve roncar. La adrenalina se materializa en latidos irregulares e inciertos. Voy a salir.

Afuera, una luz tenue dibuja la silueta azul de la ventana sobre su cama. Dando pasos felinos me voy acercando a la cocina, cuando una tabla del parquet rechina delatando mi andar. Él esboza un movimiento pero sigue dormido. Vuelvo a respirar.

Ya en la cocina me encuentro cara a cara con la heladera. El desesperante delirio famélico va desapareciendo con cada bocado. Acaso juego con mi suerte al consumir un grano de arroz más de lo estrictamente autorizado para pasar desapercibida.

Vuelvo a ocupar mi humilde lugar antes del amanecer: él no puede saber de mi existencia. Habitamos dimensiones paralelas del espacio y del tiempo. No tengo permitido en ningún momento abandonar la misión de serle invisible, aunque a veces cuando oigo el aullido de su despertador me pregunto qué pasaría si nuestros mundos colisionaran.

¿Qué pensarías de mí? ¿Siquiera me perdonarías la vida? De a ratos en mi árida soledad escucho tus pasos y me gustaría conocerte. ¿Qué hay detrás de los párpados que impiden la intersección de nuestros planos?

Así pasan los días, hasta llenar rectángulos mensuales del calendario que se van acumulando en este armario de ropa y de vida. Él se oye más inquieto, quizás sospeche algo. Procuro redoblar mi cautela aunque el corazón me estalla de soledad y de angustia.

Una tarde de otoño, el viento remonta vuelo prepotente y él busca un pulóver. En el otro armario sólo hay camisas y pantalones. La piel se me eriza, los latidos se vuelven torpes. Un temblor sacude todo mi ser anunciando que este es el fin. Los mundos van a chocar.

Él abre y cierra cajones, puertas, se agacha para buscar debajo de la cama. Va de un lado a otro con paso irritado. De pronto camina hacia mí con firmeza. Recordó que aquí es donde había dejado la ropa de invierno. No me muevo ni respiro. Una rendija de luz se va ampliando en la puerta hasta abrirse por completo. Mis ojos encandilados distinguen la silueta de él.

Ya no te tengo miedo. Quiero saber quién sos, cuántos años tenés, a qué te dedicás. Si mi vida termina hoy, al menos decime una palabra.

Él me mira con ojos grandes y desconcertados. Tras un instante inicial de pánico, me extiende su mano para que pueda salir.

Horas más tarde, los diarios salen de la imprenta con mi historia en primera plana. La mujer que vivía adentro de un armario.

 Laura

Pensar en nada

No sé qué es ni de dónde viene ni cómo o cuándo callará, pero ahí está de nuevo. Tan extraño como esos camiones de dos pisos que transportan autos. Por cierto, ¿han pensado alguna vez en ellos? Los camiones embarazados, digo. Ellos transportan automóviles y si uno deja de pensar ahí, está todo relativamente bien y las fuerzas que equilibran tan pero tan delicadamente el universo descansan con un suspiro de satisfacción, ambas manos entrelazadas y apoyadas en la nuca y los pies cruzados sobre el escritorio.

Pero he aquí el asunto mismo: a mí eso de dejar de pensar por un instante me cuesta una inmensidad. Yo sigo conectando ideas, uniendo más axones con más dendritas y se me ocurre: ¿cuál es el vehículo encargado de transportar a los camiones encargados de transportar automóviles encargados de transportar humanos encargados de transportar estas ideas estrambóticas y, ocasionalmente para el sexo femenino, algún que otro ser humano en formación? Pienso en algún tipo de nave espacial, pero descarto esta posibilidad por impráctica. ¿Algún buque, quizás? Podría ser, pero mejor volvamos sobre el punto que intentaba desarrollar antes de caer en la trampa de mi propia mente.

Pensar es, de hecho, peligroso. Es tentador creer que se puede simplemente coquetear con el pensamiento de rato en rato, pero que, cuando uno así lo desee, podrá dejar de pensar sin ninguna dificultad. La realidad dista de esta futil fantasía: cuando se empieza a pensar, los pensamientos brotan de la cabeza como cabellos que crecen y crecen y, si no se peinan adecuadamente, pueden enredarse hasta el punto de lo estéticamente desagradable. Funcionan análogamente los cerebros y las cabelleras: hace falta el uso periódico de tijeras para emparejar y renovar. Esas tijeras pueden cobrar absolutamente cualquier y todo tipo de formas, a menos, claro, que se trate de tijeras literales en lugar de metafóricas, en cuyo caso sólo pueden tomar forma de tijeras, que sirven para hacer cortes sobre algunas superficies, pero no para mucho más.

Dediquémonos, pues, a las tijeras metafóricas, más variables e interesantes. ¿Qué se puede hacer para cortar en cualquier punto un hilo de pensamiento con su correspondiente dosis de nudos y enredos? Hay aproximadamente tantas respuestas como personas que se hayan hecho esa pregunta. Hay quienes se entregan a una pastilla, a una jeringa, a una botella de Jack Daniels. Están los que se lanzan con furia a los brazos de morfeo. Por mi parte, prefiero sumergirme en un universo ficcional creado por otros con el exclusivo propósito de sustraerme de mis pensamientos. No a mí en particular, por supuesto, sino a los millones de personas que cada universo ficcional pretende atrapar como la luz eléctrica a los insectos. Claro que esta tijera metafórica contiene un elemento de riesgo: no es lo mismo una novela de Stephen King que una de Milan Kundera.

Bastará un sencillo ejemplo para comprender cómo funciona realmente el mecanismo del universo ficcional. Supongamos que el sujeto, por casualidades de la vida, se topa con un espejo. Supongamos que empieza entonces a pensar, proceso que, predeciblemente, provoca un efecto de avalancha de pensamientos en uno: “Qué importante que es la imagen personal en nuestra cultura. Es casi como si creyéramos que nuestra imagen determina nuestra personalidad, nuestro intelecto, nuestra alma. ¿Y si en realidad la imágen no fuese más que una ilusión? ¿Y si nuestra imagen fuese una fachada que nos impide descubrir quiénes somos realmente? Y si nos quitan esa fachada, que es todo lo que en verdad tenemos, ¿sabríamos cómo reconocernos a nosotros mismos?”. Como será fácil observar, este hilo de pensamiento no puede llevar a conclusiones optimistas. Al final del camino erigido con estas reflexiones sólo hay desasosiego y angustia. La clave para evitar llegar a ese punto está en dejar de pensar, para lo cual no hace falta más que empezar a ver una serie televisiva que sea lo suficientemente atrapante como para inhibir la cavilación.

Ahora bien, en algún momento dado, la serie televisiva, la novela o el videojuego concluye. Incluso la botella de Jack Daniels pasa de llena a medio llena o medio vacía, dependiendo de la postura filosófica del consumidor, hasta quedar completamente vacía. Sea cual sea, la distracción llega a su fin y en ese momento uno queda solo, un poco aturdido, enfrentando una realidad con respecto a la cual ya ni siquiera está al día y ahí es cuando uno lo ve, ahí aparece de nuevo. No se sabe qué es, pero está ahí, se lo puede sentir, respirar, es casi tangible. Ese sentimiento.

Laura

Como un perro andaluz

Inspirado en Aguafuertes Porteñas

Se puede decir, con poco temor a equivocarse, que desde que existe el ser humano, existe el perro. Un ser de curiosísimas y absurdas costumbres, como idolatrar al hombre, que tan pocas veces dudó en guillotinarle los testículos, encerrarlo para ejecutarlo en una perrera, o simplemente propinarle una patada exclamando “¡juíra, bicho!”.
En esa sinrazón de confiar en las personas, el can hace lo imposible por ganarse el afecto de ellas. Basta tan sólo con dirigirle una mirada a un ejemplar canino en la calle para convertirse en víctima de su acoso. Como un adolescente inundado de hormonas que busca “levantarse” a la primera fémina que sus ojos lleguen a interceptar, el perro también va de levante. Él se enamora a primera vista de todo humano que le dedique un instante de atención, y entonces, ante la posibilidad de perderlo para siempre, a la sabandija no le queda más remedio que perseguir al sujeto. Y que a éste no se le vaya a ocurrir acariciar al animal, hablarle o aún chasquearle los dedos, porque ahí sí que no se salva más. Ahí sí que va a tener que sacrificar dos recipientes de su inventario, uno para agua y otro para alimento balanceado del perruno. Se va a tener que armar de paciencia y enseñarle a no ladrar, a no morder, básicamente a no hacer nada relacionado con su especie, a cambio de brindarle a él un refugio y, de vez en cuando, cariño.
Tengamos por ejemplo a mi perra Frida. Ayer, indómito espíritu errante de las calles de Rosario. Bestia salvaje de la jungla de cemento, que les ladraba a gatos y automóviles por igual. Hoy, reina de la casa. Bebota mimada y consentida a más no poder. Limpia, obesa y vacunada, esta nueva burguesa lo pensaría cuatro o seis veces antes de orinar en un piso encerado de parqué. Es el zorro domesticado del Principito.
Pero en el instante en que pisa la calle, vuelve a ser la vieja Frida. Desgarra bolsas de basura con su mandíbula en busca de yerba lavada y cáscaras de fruta. Persigue a palomas y a otros perros. Corretea sin ton ni son con la lengua colgándole del hocico, ondeando al viento cual bandera. Pareciera tener un abanico por cola. Al verla tan rústica y tan feliz, no puede uno más que preguntarse para qué tanto sacrificio. “Si al final no me necesita”, pienso, mientras la miro correr desde el zaguán de mi casa. ¿Por qué nos rendimos tan fácilmente ante sus caras bobas y tristes que apelan a nuestra compasión?
Es que ellos, cuando se enamoran a primera vista de un humano y lo quieren conquistar, recurren justamente a la lástima. Hacen la mueca de pobrecito con la cabeza agachada y el rabo entre las patas. Se lamen el pelaje sarnoso con afligida parsimonia. Se rascan apasionadamente el lomo donde una mora una metrópoli de pulgas. ¡Incluso llegan al extremo de hacerse los rengos! Todo esto en pos de un amor que terminará por sofocar sus instintos y enajenarlos hasta los límites de su propio ser. Que les pondrá collar, correa, bozal y hasta ropita en invierno, dura humillación.
Es como dice la canción: “soy un tonto en seguirte como un perro andaluz”. Claro que yo no sabría decir cómo son los canes provenientes de Andalucía, pues nunca tuve la suerte de visitar ese lugar. Sin duda ha de ser un sitio lleno de esos animales hostigadores que anhelan la compañía de quienes nos hacemos llamar sus mejores amigos.

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Pero lo cierto es que los perros son realmente tontos al seguir a las personas. No obtienen grandes recompensas por sus constantes demostraciones de devoción. Lo único que reciben es una ración diaria de afecto y, ocasionalmente, sobras de asado del domingo. ¿Acaso es esto suficiente? El hombre recibe del can un amor incondicional que difícilmente encontrará en su propia especie. Además, el animalito proporciona alegría a niños y ancianos. Y por si esto fuera poco, el bicho viene programado como un búmerang que devuelve a su amo cualquier objeto que sea lanzado en su dirección.
Por todo esto y mucho más, considero que el ser humano percibe una plusvalía en esta relación. Pero al fin y al cabo son ellos quienes nos siguen. El misterio es por qué lo hacen. Quizás sea una atención de Dios para con nosotros. “Les enviaré plagas, inundaciones y políticos corruptos, pero aquí tienen a los perros andaluces como premio consuelo”, tal vez haya dicho el Todopoderoso. También es posible que las pobres bestias sean tan brutas que no puedan darse cuenta de la libertad que pierden al casarse con una familia humana. Pero tal vez, y este pensamiento me desvela en las noches, tal vez sean ellos los inteligentes. ¿Han pensado en esa posibilidad? Tal vez los perros sean más inteligentes que los amos. Quizás son tan inteligentes que cayeron en la cuenta de que, para controlarnos, la forma más idónea es hacernos creer que nosotros los controlamos a ellos. Quizás los canes planean dominar el mundo y someter a la especie humana, haciéndonos comer sus sobras y llevándonos de paseo con correas. Sí, ya me la imagino a Frida sirviéndome un plato de yerba podrida y cáscara de banana.

Laura