Aguantar

Este es un relatito que escribí hace bastante y que leí en el último Slam de poesía oral de Rosario, donde salí tercera. 

 

 

Me acuerdo con precisión del día en que se me cayó la pierna izquierda. Habrán sido las siete y cuarto, siete y media de la tarde. Yo venía corriendo por el cantero central de Oroño, pensando en qué cocinar esa noche cuando llegara a mi casa. Me decanté por una tarta de espinaca con mucho queso.
Y entonces pasó.
Con el click de una pastilla que es expulsada de su blíster, mi pierna izquierda se liberó del resto de mi cuerpo y cayó.
No sentí dolor. Sólo un ligero hormigueo y una honda extrañeza. Algo que siempre había sido parte mía ya no lo era.
Como ciudadana responsable que cuida la higiene de la vía pública, recogí mi pierna, me la eché al hombro, y cargándola volví a mi casa a los saltos.
Esa noche, mientras el queso de mi tarta burbujeaba en el horno, volví a colocar la pierna en su lugar, sujetándola con cinta scotch.
«Así va a aguantar un tiempo», le dije a mi perra.

Tres poemas para la muerte de los objetivos no cumplidos

VELORIO

¿Cómo me voy a ir del velorio de los objetivos no cumplidos?
No importan las dificultades imprevisibles: no los salvé.
No importa la responsabilidad que me excede: los maté.
No importa todo eso otro que sí hice: una vida es una vida.
No importan las bifurcaciones del camino: los dejé morir.
Tampoco importa la misericordia de las prórrogas:
no regué lo suficiente y aquí estamos.
Me hablan de lo que hay del otro lado y
es como si me dijeran que en la Luna hay una bandera yanqui.
Puede que así sea, pero me es imposible constatarlo
y por lo tanto, como dato, no me sirve.
«No tenés que cumplir, tenés que vivir», me dicen
y yo
no puedo irme de este velorio.
No puedo vivir.
No sé cómo.
Y sigo
en esta existencia de prenda percudida
embebida en la salmuera incongruente de mis ojos
envenenada de tristezas subjuntivas
infusionada en luto.
No quería ser buena,
quería ser la mejor.
No quería esperar unos meses,
quería llegar ahora.
No quería ser convexa,
quería ser magnética.
Quería tener alveolos y branquias y alas.
Quería doblarme veinticinco veces al medio y seguir midiendo un metro cincuenta y seis.
No pude.
La realidad tiene bordes opacos.
Entonces
¿Cómo me voy a ir de este velorio?
Si también
si sobre todo
es el mío.

.

CEMENTERIO

Sería injusto arrancar
flores
de la tierra
para traerlas a este
museo de las causas perdidas.
Las flores son para los
vivos y
la vida
es mucho más que ustedes y su capitalismo fagocitante.
Mucho más que la manía
pelotuda de
llevarlos conmigo en la cartera
como una cajita
semivacía
de tic tacs
acordándome solo de vez en cuando de que los tengo ahí
acostumbrada ya a su peso a su
cascabeleo apenas
perceptible
y a su textura de llagas.
Y digo entonces que la vida es mucho más
para que no se me vaya en llorarlos.
Para no perder de vista
entre las hojas
endiosadas
de sus ramas
todo lo demás.

.

DUELO

Y cuando creas
que el virus del luto
se aburrió
por fin
de tu cuerpo y
avanza ahora hacia
su próximo huésped,
una noche
prenderás el televisor
sin intenciones
y ahí estarán:
mirándote
desde el píxel marchito
de la pantalla
los retoños
traídos a este mundo
a morir por vos
y tus pecados de mierda.
Y brotará entonces
nuevamente
de tu rostro
la tormenta.

Dos poemas orales

Esta semana leí dos textos míos en público por primera vez. Fue en el marco del Slam de Poesía Oral de Rosario – Copa Feto Poeta y, aunque estaba nerviosa por leer, la pasé muy bien y leí junto a mis compañerxs del taller de escritura que también llevaron sus textos. 

Los poemas que leí los escribí específicamente para leer en el Slam, ya pensando desde el principio en la oralidad: tenían que ser textos que se pudieran leer en menos de 3:20 minutos en total (regla del Slam) y tenían que ser entretenidos de escuchar. No eran textos para leer desde un papel o una pantalla. Sin embargo, como gané el primer lugar en el Slam y recibí críticas positivas, decidí subirlos. A continuación, los dos textos:

 

Milanesa

¿Pero con quién se piensan que están hablando? Yo no soy una ridícula que le dice pastaflora a la pastafrola. No soy una militante del impuesto a la queja.
A ustedes les hablo.
A los reidores. A los escupidores.
A los vomitadores de humo de cigarrillo y aliento a mate de oficina.
A los curadores del mausoleo de lo provisorio.
A los que tienen una alarma en el celular para acordarse de tomar la pastillita del monotributo.
A los recalentadores de viandas de autoayuda.
A los que gustan de vislumbrar genitales ajenos a través de una ventana de incógnito.
Ustedes podrán haber sido así toda su vida, pero mientras estén en esta casa, a mí el pelo no me van a tomar.
Les digo más: el mundo puede estar hecho por personas como ustedes para gentes que no son como yo. Pero yo no saqué los pies de la cama para venir acá a que me hagan esto.
Yo no vine a contemplar desde afuera lo absurdo de la existencia. Yo vine, escúchenme una cosa, yo vine a sacar la cara por la ventanilla. No vine a pedirle perdón a las baldosas por haberme tropezado con ellas. Vine a tirarle cascotazos al Mc Donald’s como vos, como él, como cualquiera de ustedes. Vine a hacer pogo hasta que se me caigan los anteojos.
Yo sé que bailo mal, pero miren, yo no le pongo glitter a los fideos como si se tratara de queso rallado.
La verdad de la milanga es que frita es muchísimo más rica, así que no me pidan que me meta en ningún horno.
No me pidan que me seque.
De eso ya se encargaron ustedes.

Para mí

Generalmente no es lo más trágico del mundo carecer de habilidades sociales o de un abdomen plano, pero a veces…
A veces mi llanto es una sábana blanda que me arropa hasta que me duermo, exhausta y congestionada. A veces, las lágrimas no me brotan de los ojos sino de la garganta, de las vísceras, de los nervios.
La piel está sembrada de llanto y ya va a florecer.
Pero aunque sea ilícito, me amo a mí misma mucho más de lo que me odio.
Y cuando rebalso de desprecio y repugnancia, el amor es igualmente incontenible, como una teta en un corpiño muy pequeño o como esta panza, que nunca está chata sino llena, siempre llena de cosas ricas para mí.
Para mí, que todo lo valgo.
Por la que hay que sorber mocos y tragar saliva.
La que corre una maratón como si nada, cada vez.
La que mejor me cocina.
Por mí, todo es por mí.
El universo me pertenece: es un invento mío.
Y ningún sacrificio ha sido en vano.
Por mí, lo que sea.
Me arremango y arranco los yuyos.
Con el mismo pulso ordeno o incendio la casa.
Me saco a pasear a la otra punta del mundo si es necesario, sólo para saciarme el capricho de saber qué olor tiene el Upper East side (en mayo, a primavera).
Y nada ha sido en vano y a veces, cuando las voces gritan, parecieran tener razón.
Pero no.
El amor es la panza llena.
El amor es no forzar.
El amor soy yo.

Cincuenta centavos

Una vida de esclavitud burocrática en aquel ridículo cubo había sido suficiente para Hernán. Estaba listo para jubilarse, como quien vuelve a casa a las seis de la mañana y se siente listo para dejarse caer boca abajo en la cama mientras cada parte del cuerpo se va percatando de que efectivamente bailó toda la noche.

Y entonces le pasó lo que pasa cuando la fiesta termina y hay que irse a dormir: ese maldito zumbido. Una molestia indescriptiblemente sutil que le nacía bajo la piel como una ampolla. Un adefesio sonoro del que no podía escapar ni en la cocina, ni en el baño, ni en la vereda, ni entre las rosas chinas del patio de la Gaby, que siempre lo invitaba con mates asquerosamente dulces. Ni siquiera pudo huir de él al pie del imponente glaciar que había viajado a conocer para celebrar la abolición de su trabajo.

– ¿No estás contento ahora que podés empezar a vivir? -lo interrogó una tarde la Gaby, ingenua.

“¿Vivir?”, pensó Hernán, “Eso era antes. Vivir es conmoverse con un color, un acorde, un guiso calentito al final del día, qué se yo. No esto del café descafeinado y los mediodías en calzoncillos”, reflexionó, y lo alarmó su propia amargura.

Desesperado, Hernán sacó turno con un psicólogo.

El consultorio del doctor Valenti quedaba en pleno centro, en un edificio viejo de tres pisos que pasaba desapercibido con sus angostas puertas de hierro de principio de siglo. Hernán se sentó en la sala de espera con las manos entrelazadas sobre el regazo. Una reproducción de los Lirios de Van Gogh lo miraba desde la pared de enfrente. En la esquina, un revistero vertical exhibía ejemplares obligadamente viejos de la revista Gente. El zumbido atravesaba la habitación de la misma forma en que el silencio no lo hacía.

La sesión fue menos tensa de lo que Hernán esperaba, aunque lo incomodaba pagarle a un extraño para que lo escuchara hablar de sí mismo.

– Son cincuenta centavos -le dijo el doctor Valenti antes de despedirlo.

Hernán hizo una mueca: la tarifa era absurda. Pero el hombre lo miraba totalmente serio, así que se encogió de hombros y metió la mano en el bolsillo.

– No tengo más chico -dijo Hernán, extendiéndole un billete de dos pesos.

El doctor Valenti hizo un gesto reprobador.

– Mis honorarios son estos. Yo te voy a atender y no te voy a cobrar más que esto, pero me tenés que traer los cincuenta centavos.

– Bueno, mirá, hagamos así: te dejo los dos pesos y cobrame de acá cuatro sesiones por adelantado -dijo Hernán, en plan negociador. Pero el doctor no aflojaba.

– Dejá -rezongó -Por esta vez no te voy a cobrar, pero acordate para la próxima que son cincuenta centavos.

Hernán prometió hacerlo y luego se olvidó del asunto por completo.

Para la segunda sesión, los cincuenta centavos se habían fugado de su mente como un presidente en helicóptero.

– ¿Me trajiste la plata? -preguntó el doctor Valenti.

Hernán seguía sin tener cambio. Nuevamente intentó en vano ofrecerle dos pesos, y nuevamente en vano lo reprendió el terapeuta.

La situación se repitió varias veces. Hernán seguía asistiendo puntualmente a terapia. El zumbido también.

Con frecuencia, Hernán se encontraba a sí mismo preguntándose por la cuestión del doctor Valenti. ¿De qué se trataba aquel acto? ¿Había algo que el psicólogo entendía acerca del valor del dinero y que él no podía ver? Cincuenta centavos no alcanzaban ni para dos caramelos. ¿Sería que el tipo estaba loco? ¿O acaso era todo parte de un juego macabro para enloquecerlo a él y así seguirlo atendiendo y cobrándole de por vida? Razonó que esta última hipótesis no cuadraba con los honorarios del hombre.

Pese a todo, Hernán seguía cumpliendo con su cuota semanal de análisis, intrigado al principio por el tema, después ya directamente ofuscado. Cuanto más insistía el doctor Valenti en recibir cincuenta centavos en cambio justo, menos dispuesto estaba Hernán a aceptar esos términos. Llegó a poner a prueba los límites del psicólogo blandiéndole en la cara un billete de quinientos pesos, que el profesional declinó sin perder ni por un instante los estribos.

Un día, al concluir la sesión, el doctor Valenti le planteó a Hernán un ultimatum. O le llevaba la semana siguiente los cincuenta centavos, o él se negaría a atenderlo. La condición impuesta le pareció indignante.

– Pero… ¿Por qué? -preguntó Hernán.

– Yo trabajo así -sentenció el doctor Valenti por toda respuesta.

Irritado, Hernán se retiró del edificio resoplando. Quién se creía que era ese soberbio de Valenti. ¿Qué era esto, alguna clase de experimento psicológico? ¿Con qué fin? Resolvió que esa sería la última vez que iría a verlo.

Esa noche, Hernán soñó con el doctor Valenti. Estaban en un bar tomando cervezas.

– ¿Me vas a decir de qué se trataba el quilombo de los cincuenta centavos? -le preguntó él.

– Te lo voy a decir -dijo el doctorValenti, pero su voz se tornó rara. Parecía una especie de alarma. Hernán despertó; era la Gaby llamándolo por teléfono.

A la tarde, las rosas chinas de la Gaby eran acosadas por sedientos colibríes. “La ceremonia de la naturaleza no tiene fin”, pensó Hernán mientras le hundía los dientes a un sacramento. Alzó la vista: el cielo, vacío de nubes, tajado sólo por el trazo blanco que había dejado un avión, le recordó al color del papel tapiz que tenían las paredes de su habitación de la infancia.

Sintió el olor del pasto y miró hacia abajo. Se fijó en una cadena de hormigas que transportaban ágilmente trocitos de hojas. Las siguió con la mirada hasta la entrada de su escondite, unos metros más allá de donde estaban la Gaby y él. Notó un resplandor al pie del hormiguero y se acercó, agachándose para ver de cerca el objeto brilloso. Era una moneda de cincuenta centavos. Hernán la recogió y la observó extrañado. No podía recordar cuándo había escuchado el zumbido por última vez.

Graciela

Nico da un par de vueltas en la penumbra hasta que se decide a levantarse de la cama. Tiene la boca seca. Mira el reloj: 3:41.

“¿Qué hacemos?”, pregunta ella desde el pasillo, mientras él se tambalea hacia la cocina.

“Yo me vuelvo a dormir”, responde él, y agrega con displicencia: “Vos, no sé”.

Ella sigue hablando, pero Nico la ignora. Va al baño y se mira en el espejo las ojeras: hace bastante que no duerme bien.

 

Vivimos en una casa que me hace acordar a mi amiga Lis.

Una de las primeras cosas que noté de ella cuando la conocí fue su uso del lenguaje. Yo siempre había entendido a las palabras como chicles: se las podía estirar, masticar, y hasta convertir en globos que un tercero mala leche pincharía con su dedo interruptor. En cambio, Lis organizaba sus palabras guardándolas en pastilleros de esos que vienen con un compartimiento por cada día de la semana, y para racionarlas las partía en trozos según dosis precisas definidas por algún extraño criterio. Ella no se ponía una remera sino una reme, no iba a la peluquería sino a la pelu, y no se trasladaba en colectivo sino en cole. No trabajaba en un negocio sino en un nego, y cuando salía de su casa llevaba siempre una mochi enorme donde guardaba no una cartuchera sino una cartu y un montón de otras cosas, entre ellas, una jabonera con su respectivo jabón y una toalla de mano, lo cual me hacía pensar que Lis habría sido una excelente reportera para la Guía del autoestopista galáctico.

La dedicación de Lis a la mutilación de los vocablos llegó al punto tal que un día, mientras estábamos comiendo, me pidió amablemente que le pasara un cuchi, y en ese instante, en alguna parte del universo, estoy segura de que se produjo un agujero negro o una arruga del tiempo, porque cortar la palabra cuchillo debe ser algo así como pretender emborrachar a una botella de vodka: una atrocidad cósmica. Dios no debe estar muy contento, si es que está.

En cualquier caso, yo creo que la afección de mi amiga comenzó con su propio nombre, que jamás le gustó. Apenas tuvo uso de razón, podó a Elisabeth convirtiéndola en la simple y prolija Lis. Quedará entre ella y su analista el preguntarse hasta qué punto será una coincidencia que Elisabeth signifique “Aquella a quien Dios ayuda”, mientras que Lis viene de la flor que formó parte del escudo de Francia en la revolución de 1789.

 

Nuestra casa, como las palabras elaboradas por la lengua de Lis, está permanentemente inconclusa. Nico y yo la heredamos de nuestros padres hace muchos años, y el inmueble ya era viejo en ese entonces. Yo soy de la opinión de que los objetos, al igual que las personas, necesitan jubilarse eventualmente, y una casa no deja de ser un objeto, aunque uno de grandes dimensiones. Pero en definitiva, no nos hemos podido mudar porque no sabemos cómo deshacernos de Graciela.

Ella es un fantasma que vino con la casa cuando la compraron mamá y papá. No es violenta ni aterradora en lo absoluto, pero no la soportamos más.

Graciela falleció en lo que más tarde se convertiría en la habitación de nuestros padres, a la edad de 68 años. Era maestra de lengua en la escuela del barrio y había enviudado muy joven, sin llegar a tener hijos con Alberto a pesar de que un bebé era el sueño de los dos. Le iban a poner Lisandro si era varón, Sarita si era nena.

Mamá y papá aceptaron rápidamente la presencia de Graciela en la casa, y ella se convirtió en un miembro más de la familia. Nos vio crecer como los hijos que nunca tuvo. Pero cuando el tiempo se llevó la vida de nuestos padres, el comportamiento de Graciela se volvió errático en su intento de compensar la ausencia de ellos. Empezó a darnos charla todo el día, a toda hora. Nos sermonea cuando hacemos algo que no se condice con sus valores, aunque objetemos en vano que no es nuestra madre y que se deje de joder. Un par de veces incluso la pescamos diciéndole “Lichi” a Nico.

Ya no sabemos qué hacer. Intentamos poner en venta la casa, pero Graciela se pone a hablarle de sí misma a todo aquel que viene a ver el inmueble y es inútil. El monólogo es tan largo y aburrido que todos salen corriendo. También tratamos de sentarnos los tres a hablar y establecer nuestros límites, pero ella se pone defensiva y se niega a cooperar. Probamos toda clase de exorcismos y macumbas, sin resultado alguno.

Mientras tanto, la casa sigue haciendo apología de la inconclusión. Las correas de las antiguas persianas de madera se rompen, y nosotros compramos los repuestos, pero nunca las reparamos. En el patio tenemos una piscina de esas que se ensamblan con caños y una gran lona. Esta ahí armada, llena de agua estancada desde hace dos veranos. Las bicicletas, tiradas en la intemperie, cosechan una nueva capa de óxido con cada lluvia. Los platos los lavamos solamente cuando no queda ni un escarbadientes limpio en toda la cocina. ¿Qué hacemos con todo esto? ¿Cómo salimos adelante?

Hace unos meses empecé a salir con Juli. Cuando estoy con él, siento que las cosas pueden ser diferentes de como son, y eso me llena de alegría, pero también de angustia. Quizás, la vida es como es porque yo lo permito. Le digo esto a él mientras acaricio su rara melena y se ríe. “Yo estoy acá”, me dice, “no te la vueles”.

Entonces pienso que tiene razón, que las cosas probablemente sean como son sin ningún motivo en particular, y que todos estamos en este mundo al que hemos sido arrojados desde la nada misma, haciendo lo que está a nuestro alcance por no enloquecer, o por enloquecer de la manera más grácil posible. Y se me ocurre que este es también el caso de Graciela. Ella no pidió convertirse en el fantasma de una casa en ruinas. Está tan atrapada en esta situación como nosotros.

Llego a casa y la voz familiar ya me está regañando: “Nena, qué tarde venís”.

“Hola, Gra”, la saludo, “Estaba con Juli en el parque. A que no sabés lo que vimos”.

“¿Qué?”, pregunta con curiosidad.

“Un perrito divino, cruza de beagle con otra raza. Todo negrito, como el que tenías vos cuando eras chica, ¿no? ¿Cómo era que se llamaba?”.

“¡El Toni! Ay, si vos lo hubieras conocido… Te habrías enamorado. Cuando lo trajimos era del tamaño de un zapato. Y no sabés cómo nos hacía reír… ”.

Fátima

Ayer empecé un taller de escritura creativa. Este es el ejercicio que hicimos en la primera clase: inventar una descripción de un/a compañero/a del taller. 

 

Cuando Fátima era chiquita, le dijeron que ella podía ser y hacer cualquier cosa que se propusiera, y eso la asustó, porque en realidad no sabía bien qué quería ser. La idea de ser algo le sonaba lejana, extraña. Cada vez que pensaba en el tema le daba ansiedad.

A Fátima le gusta cantar y bailar. Sus ojos felinos se encienden cuando escucha a Bowie, y de adolescente se había obsesionado con los Beatles. Creyó que ya lo había superado, pero el otro día fue a ver un documental sobre la banda y se le cayó alguna lágrima, del mismo modo en que se cae una moneda de un bolsillo para recordarle a uno que ha estado allí todo este tiempo. Y tal como haría con la moneda, Fátima dejó la lágrima rodar en vez de recogerla y guardársela de nuevo en el bolsillo.

Cuando Fátima dibuja o pinta, siente que es ella misma. Todavía no se le ocurrió soñar con ser tatuadora, aunque le gusta el arte que se lleva en la piel.

Si el mundo estuviera lleno de Fátimas, sería uno suave. Aterciopelado. Un mundo donde las personas les pedirían disculpas a las baldosas por tropezarse con ellas, pero después se arrepentirían.

La libretita sagrada

Hace un tiempo me compré una libretita preciosa. De hojas blancas lisas, forrada en una tela estampada de pájaros, con pequeñas carátulas separadoras lisas, también, pero de colores, un elástico magenta para mantenerla cerrada y una cintita señaladora haciendo juego en el mismo color. Sólo porque la vi y me gustó. Pensé que ya le encontraría un uso.

Pasaron meses y la libreta seguía en un estante de mi pieza sin haber sido estrenada. La cuestión se volvió casi sagrada: a veces necesitaba anotar cosas pero sacaba hojas de otro lado, arrancaba un post it o escribía sobre mi mano izquierda con tal de no usar la libretita para algo tan banal como un número de teléfono o una lista de cosas por hacer. Llegué a pensar que tal vez jamás se me ocurriría una idea digna de ser anotada en la libretita, y esa posibilidad me angustió hasta el punto tal que cada vez que miraba hacia ese estante y la veía, ahí recostada, juntando polvo (porque además se me da bastante mal la limpieza), me frustraba no haber pensado todavía en nada lo suficientemente apropiado para formar parte de sus hojas. Me invadía un sentimiento de insuficiencia y casi podía escuchar a la libretita reírse de mí.

Hoy me levanté como un martes común. Tomé un mate cocido porque desde la última vez que tuve gastritis intento disminuir mi consumo de café. Como lo hago cada quince días, fui a mi clase de canto. Angie, mi profesora, me hizo pararme frente a su espejo que ocupa toda una puerta para observar la tensión de mi cuerpo al vocalizar. Me dijo que avancé mucho, a pesar de ir a clases sólo cada dos semanas. Me preguntó si yo sentía que había progresado; le contesté que por momentos lo siento, pero en otros momentos no. Me preguntó qué me gustaría cantar la próxima clase, y yo dije que algo de Spinetta. Ella cantó unos versos de Seguir viviendo sin tu amor mientras me despedía, aunque yo pensaba más bien en Las habladurías del mundo. Fui a la facultad. Como todos los martes, hablé por la radio del laboratorio sonoro de la facu. Defenestré a los Guns N’ Roses y alabé a Michael Jackson. Hablé de lo extrañamente poco atractivo que es Bono. Fui a mi clase de francés y aprendí qué es el FN (Front National) y la palabra encore. Volví a mi casa con la sensación de haber cumplido con un día más del año. Admito que he querido volver a algún estadío pasado en el que la vida no se tratara de la rutina de cumplir, pero ¿cuándo? ¿en la secundaria, donde estaba obligada a aprender matemática o, aún peor, electrónica? ¿acaso en la escuela primaria, cuando tenía que asistir a educación física y a clases de guitarra que no me gustaban porque alguien así lo había decidido? ¿o quizás en las primeras etapas de mi vida infantil, cuando debía llorar a los gritos porque algún instinto de hambre o dolor así me lo ordenaba? No sabría precisarlo.

En definitiva, allí estaba yo, sentada frente a mi escritorio con dos facturas y un agua saborizada que tomo cuando tengo mucho antojo de gaseosas, porque desde la última gastritis no puedo ni ver una coca cola sin sentir una patada en el estómago. A mi derecha, una estantería donde tengo todas las fotocopias de la facultad, una cantidad probablemente excesiva de esmaltes de uñas en una caja de plástico transparente, algunos souvenires de viajes ajenos, y mis libros. Entre ellos, camuflada, mi libretita sagrada me espiaba. Adiviné sus ojos de papel clavados en mí y reparé en ella: debe hacer como un año que la tengo. La saqué del estante y la contemplé. La vida y las libretitas son cosas demasiado mundanas, infinitamente menos significativas que mis progresos como cantante o como locutora o francoparlante. Sin pensarlo demasiado arranqué de un tirón la primera hoja. La hice un bollo y la tiré a la basura. De otro estante saqué una birome bic negra y anoté en la segunda hoja: «Estoy escribiendo en la libretita sagrada».

Laura

El reloj y la espiral

No me sentía bien. Había vislumbrado una realidad que me había dejado completamente paralizada: que la mediocridad y la paz mental estaban en un mismo lugar, y huir de la primera implicaba necesariamente renunciar a la segunda para siempre. Ya lo había observado Truman Capote: al elegir como forma de vida la escritura, se había “encadenado de por vida a un amo noble pero despiadado”. Si es que quiero lograr algo, me dije, voy a vivir todo el tiempo que me queda en esta Tierra con una pistola apuntando a mi sien, y esa pistola es también la zanahoria que cuelga frente a mí.

Derrotada, me senté en un bar a contemplar cómo mi vida entera se deslizaba hacia una espiral irrefrenable de decadencia; los manteles pegajosos de plástico, las asquerosas sillas plegables y las paletas aletargadas del ventilador en el techo ilustraban esa mediocridad en la cual me vería permanentemente tentada a sumergirme.

Fue entonces cuando se me ocurrió. Agitaba en el aire un sobrecito de azúcar para mi café con leche, y de pronto vino a mí la idea más brillante que se puede tener mirando un reloj de pared en un bar deprimente de la calle mitre. Pensé en nuestra forma de concebir el tiempo. Digo, nosotros, los humanos, nos pasamos toda la vida contabilizando el tiempo, ahorrándolo, tratando de administrarlo de la mejor forma posible, como si se tratase de un recurso limitado y no renovable que no pudiéramos recuperar o volver a generar de ninguna manera. Y esto es, desde el punto de vista de la especie humana, absolutamente cierto. Que las personas somos finitas en el tiempo es algo de lo que estamos hiperconscientes, a tal punto que nuestra mortalidad es lo único que le da sentido a nuestras vidas. Pero ¿qué tal si me saliera del compartimiento hermético de mi propia existencia y decidiera pensar el tiempo en términos que fueran más allá de lo que éste representa para mi breve y patética vida de terrícola? De pronto ese reloj de pared se me apareció como el ridículo artilugio pseudocientífico que realmente es. Me ofendió que un círculo con números y agujas que giran gobernara mi vida con su principio de linealidad.

Había tenido una epifanía: el tiempo no es en realidad limitado. Nos consta que el tiempo estuvo aquí desde mucho antes que nosotros (¿desde siempre?) y que, aún cuando el astro que orbitan los planetas de nuestro sistema cese finalmente de brillar, sumiéndose en la más profunda oscuridad y arrastrándolo todo hacia ella, el tiempo seguirá estando allí. Firme. Inmutable. En definitiva, el tiempo es justamente lo único que sobra. La plenísima conciencia que tenemos acerca de la finitud de nuestra vida nos permite apreciarla, pero al mismo tiempo nos impone la búsqueda de su sentido. Serás lo que debas ser o no serás nada, dijo una vez un señor con patillas y un caballo que en realidad no era blanco. Dedicarás tu efímera vida a ser algo o alguien determinado, o bien resbalarás con una cáscara de banana del destino y caerás irreversiblemente en el pozo-espiral de la decadencia del imperio de tu ser. Pero si nos desprendemos de esta ilusión del significado de nuestras vidas y logramos entender que el tiempo es inagotable, estaremos en condiciones de leer en el vasto mapa del tiempo la coordenada de nuestra existencia, y nos tranquilizará advertir que esa coordenada siempre estará allí, porque siempre lo estuvo, incluso desde antes de que nosotros la ocupáramos. Es, entonces, nuestra patológica manía de concebir el tiempo en términos lineales la que genera el puente entre mediocridad y sosiego, al equiparar la alienante, fatigosa persecución del sentido con la obtención de algo semejante a la inmortalidad.

Así las cosas, decidí emprender una aventura quimérica. De ahora en más, militaría por una anarquía del tiempo. Destruiría todo aquello que estuviera relacionado con medirlo y no me detendría hasta lograr que nadie pudiera computar fechas ni horarios. En retrospectiva, creo que habría sido inteligente de mi parte comenzar luchando por la restricción del uso del sistema sexagesimal a cuestiones no temporales, pero en aquel momento mi impulso fue incendiar una relojería. Nosotros los anarquistas siempre fuimos así de extremados y después de todo, la única iglesia que ilumina es aquella que arde. El tiempo se ha convertido para las personas en una religión tanto como lo ha hecho la ciencia o el sexo.

De modo que esa noche me encaminé hacia una relojería bastante reconocida de mi barrio. Elegí esa en particular porque el dueño tenía reputación de sanguinario ya que había asesinado a varios perros de la zona; pensé que mataría dos pájaros de un tiro y me regocijé en mi pragmatismo. Llevaba conmigo un paquete de fósforos, alambres y una lata de querosén. Lo demás es más o menos predecible y confío en la pericia deductiva de mi leyente.

Tuve la precaución de usar guantes para no dejar ninguna huella rastreable. Con lo que no contaba era la cámara de seguridad que el viejo mataperros había instalado en una esquina recóndita del local; jamás la vi mientras consumaba mi plan. Así fue como me engancharon.

Caí presa por una infracción que nadie supo catalogar como delito político. Dice mi abogada que es mejor así, que me podría haber ido peor. Y, de hecho, tengo que admitir que estoy de acuerdo. Es verdad que me tienen confinada en un reducido espacio del que no puedo salir hasta que no cumpla mi condena, sin embargo soy más libre aquí de lo que pude serlo allá afuera. Acá nadie me obliga a llevar la cuenta del tiempo, porque nunca estoy llegando tarde a nada. Cuando hay que ir a trabajar o hacer algo, simplemente me dan la orden, y si obedezco no tengo, generalmente, problemas. Pero lo que es más notable es cómo esta atemporalidad me rescató de la espiral en la que estaba cayendo. Desde que llegué acá escribí tres tomos de mis teorías acerca de los perjuicios de la cronología, y aprendí aun más sobre esos temas leyendo tratados de física y astronomía que hablan de una relatividad del espacio-tiempo en ciertos lugares del universo. Ahora mismo estoy esbozando un manifiesto de la Anarquía del Tiempo que será publicado en un sitio web que programé. ¿Y después? Quién sabe. Quizás me dedique a explorar otros talentos que mi cerebro tenga escondidos, eclipsados por la doctrina de los horarios. O tal vez me siente a mirar todos los capítulos de Alf por Netflix. Lo único que sé es que, como dice la canción, el tiempo es infinito. Y no hay libertad más categórica que la del viento.

Laura

Mantras

Cinco minutos más de sueño. Un último esfuerzo y después vacaciones. No leas los comentarios. No vale la pena discutir con esta persona sobre este tema. Última porción/bocado/trago y basta. Mañana empiezo.

Son los mantras de la negación, las profecías autocumplidas que no se cumplen y se transforman en placebos para el espíritu.

Dimensión tediosamente inevitable e inevitablemente tediosa de los asuntos humanos, los mantras rodean la vida apresurada de las personas como anillos de un planeta. Lo ritual adquiere en ellos un carácter sintético y vano, fulgoroso pero polvoriento. La repetición funciona allí como un arma de doble filo: el mantra no sirve si no se lo repite; sin embargo, dar vueltas y vueltas por los anillos de Saturno como en una pista de carreras no nos lleva al centro del planeta.

Conozco tan bien a los mantras que, viéndolos a media cuadra de distancia, podría reconocerlos, nombrar a cada uno y hasta sería capaz de identificar si caminan en dirección a mí o si se alejan.

Mi mantra preferido es uno que dice “ya fue”. Él viene a mí en momentos de desesperación. No trae soluciones. No me acerca al centro, sino que se hace jet pack y me eyecta hacia el espacio exterior a la velocidad del sonido.

Primero se infiltra, apareciéndose en mis sueños y en mi tiempo como una posibilidad. No habla muy fuerte, es apenas una vocecita suave y tímidamente seductora que me va susurrando, al principio en modo interrogativo: “¿…y si ya fue?” (vale la redundancia de internalizar el mantra según el cual no conviene hacer de la duda un mantra).

Luego, la voz se retira a tomar impulso, y reaparece con renovado ímpetu golpeando las puertas y las ventanas de mi ser. El grito estalla cuando mi cordura está a punto de hacer justamente eso y la voz se vuelve imperativa, como si quisiera decirme “¡te ordeno que ya fue!”.

Lanzo entonces por el aire los papeles, las lapiceras rebotan en el suelo con sus puntas dos o tres veces antes de recostarse definitivamente en él. El mantra me invita a una cerveza y el efecto placebo me distrae por un segundo más en el que inhalo oxígeno, lleno mis pulmones con él y exhalo suspirando “ya fue”.

Laura

Ideas

Hace unos meses empecé a hacer un programa de radio todas las semanas, lo cual, estoy descubriendo, consume cierto tiempo. Por ese motivo, no pude dedicarme mucho a escribir cosas realmente interesantes para subir acá. Sin embargo, sí escribo ideas breves sobre cosas que pienso/siento/vivo, y se me ocurrió dejar acá un par, a ver si a alguien le genera algo (bueno o malo, no importa).
Ahí van:

Pantallas
La chica que se persignaba frente a las pantallas se había olvidado de pensar. Se había olvidado por muchos años de hacerlo, hasta el punto en que creía que pensaba, pero no. La chica que se persignaba frente a las pantallas era yo en algún momento, pero después dejé de ser yo. Ahora me acuerdo de pensar bastante seguido. Si no es todos los días, por lo menos dos o tres veces por semana lo hago, que es lo recomendado por los médicos. Y las médicas, porque ahora pienso, y entonces sé que hay médicas también.
La chica que se olvida de pensar es hoy una compañera de la escuela secundaria que antes se acordaba y tenía el hábito de pensar un poco más. Pero las cosas han llegado demasiado lejos con esto de que las pantallas se multiplican a un ritmo vertiginoso y hay que estarse persignando casi constantemente, cada vez que aparece una, cada vez que alguna otra emite sonido, porque además son sonoras las pantallas, y así queda poco tiempo para pensar.
Sin embargo, y ésto es algo que también hay que recordar, pensar sigue siendo gratis. No nos cobran por hacerlo.
La persona que se persigna constantemente se va convirtiendo en una nube, hasta que un día esa persona se larga a llover y uno no sabe si empaparse de su jugo gris o correr a refugiarse bajo un techo. Hoy, yo elijo darle pinchazos a la lluvia con la punta de mi paraguas.

Paciencia
Por lo general sé esperar a mi turno para hablar. Para pensar. Para sentir. Para ser. Sé cuántos granos de arena tienen que pasar de un lado al otro del tiempo para que yo pueda decir, y mientras los cuento, planifico lo que va a pasar una vez que haya caído el último. Pienso en cómo voy a actuar. Trazo mapas. Las manecillas dan vueltas como los ventiladores y las ruedas y los ojos de la gente que no entiende o que no quiere.
¿Puede uno cansarse de ver pasar los soles y las lunas de distintas formas y colores esperando su turno para poder?
Sucede a veces golpear una puerta y que no te dejen entrar. Golpear de nuevo. El cartel dice “golpee y será atendido”. Mientras chorrean cera líquida las velas y los cigarrillos se convierten en cenizas, me pongo a pensar que a mí, en realidad, me gustaría más ser atendida que atendido. Pero que bueno, es lo que hay. Igual alguien va a abrir y eso quizás sea suficiente.
No abren.
¿Por qué?
Pido entonces una explicación y mi atrevimiento se encuentra con una mano que dice “pare” o dice “no”. Tal vez incluso diga “basta”. En todo caso, mi explicación no llega y la chispa de la mecha se va acercando a la dinamita.
Al fin la hostilidad recibida me gana, y sin solución de continuidad, me vuelvo hostil yo también. Me canso de esperar el turno abstracto y revoleo el tablero en el aire. Piezas del juego flotan por doquier en ese instante que se demora mil años en caer. El sonido también invade el momento de la locura con sus gritos que salen de mi garganta como lanzas a toda velocidad, pero sin dirección precisa. Las lanzas se pierden o se desvanecen en el aire enrarecido de la entropía y de la impaciencia.
Ahora al menos hay certezas. Ahora sé que quien salga a abrir la puerta vendrá a decirme que eso estuvo mal y que hay que saber esperar a que a uno le llegue el turno para poder.

Espero que a alguien le gusten estas cosas raras, ya que son lo que más disfruto escribir, porque son ideas libres, más surreales, en el sentido de que me doy la libertad de anotar los pensamientos en el orden que vienen, en lugar de planificar el desarrollo de las cosas que quiero decir.

Laura