Nico da un par de vueltas en la penumbra hasta que se decide a levantarse de la cama. Tiene la boca seca. Mira el reloj: 3:41.
“¿Qué hacemos?”, pregunta ella desde el pasillo, mientras él se tambalea hacia la cocina.
“Yo me vuelvo a dormir”, responde él, y agrega con displicencia: “Vos, no sé”.
Ella sigue hablando, pero Nico la ignora. Va al baño y se mira en el espejo las ojeras: hace bastante que no duerme bien.
Vivimos en una casa que me hace acordar a mi amiga Lis.
Una de las primeras cosas que noté de ella cuando la conocí fue su uso del lenguaje. Yo siempre había entendido a las palabras como chicles: se las podía estirar, masticar, y hasta convertir en globos que un tercero mala leche pincharía con su dedo interruptor. En cambio, Lis organizaba sus palabras guardándolas en pastilleros de esos que vienen con un compartimiento por cada día de la semana, y para racionarlas las partía en trozos según dosis precisas definidas por algún extraño criterio. Ella no se ponía una remera sino una reme, no iba a la peluquería sino a la pelu, y no se trasladaba en colectivo sino en cole. No trabajaba en un negocio sino en un nego, y cuando salía de su casa llevaba siempre una mochi enorme donde guardaba no una cartuchera sino una cartu y un montón de otras cosas, entre ellas, una jabonera con su respectivo jabón y una toalla de mano, lo cual me hacía pensar que Lis habría sido una excelente reportera para la Guía del autoestopista galáctico.
La dedicación de Lis a la mutilación de los vocablos llegó al punto tal que un día, mientras estábamos comiendo, me pidió amablemente que le pasara un cuchi, y en ese instante, en alguna parte del universo, estoy segura de que se produjo un agujero negro o una arruga del tiempo, porque cortar la palabra cuchillo debe ser algo así como pretender emborrachar a una botella de vodka: una atrocidad cósmica. Dios no debe estar muy contento, si es que está.
En cualquier caso, yo creo que la afección de mi amiga comenzó con su propio nombre, que jamás le gustó. Apenas tuvo uso de razón, podó a Elisabeth convirtiéndola en la simple y prolija Lis. Quedará entre ella y su analista el preguntarse hasta qué punto será una coincidencia que Elisabeth signifique “Aquella a quien Dios ayuda”, mientras que Lis viene de la flor que formó parte del escudo de Francia en la revolución de 1789.
Nuestra casa, como las palabras elaboradas por la lengua de Lis, está permanentemente inconclusa. Nico y yo la heredamos de nuestros padres hace muchos años, y el inmueble ya era viejo en ese entonces. Yo soy de la opinión de que los objetos, al igual que las personas, necesitan jubilarse eventualmente, y una casa no deja de ser un objeto, aunque uno de grandes dimensiones. Pero en definitiva, no nos hemos podido mudar porque no sabemos cómo deshacernos de Graciela.
Ella es un fantasma que vino con la casa cuando la compraron mamá y papá. No es violenta ni aterradora en lo absoluto, pero no la soportamos más.
Graciela falleció en lo que más tarde se convertiría en la habitación de nuestros padres, a la edad de 68 años. Era maestra de lengua en la escuela del barrio y había enviudado muy joven, sin llegar a tener hijos con Alberto a pesar de que un bebé era el sueño de los dos. Le iban a poner Lisandro si era varón, Sarita si era nena.
Mamá y papá aceptaron rápidamente la presencia de Graciela en la casa, y ella se convirtió en un miembro más de la familia. Nos vio crecer como los hijos que nunca tuvo. Pero cuando el tiempo se llevó la vida de nuestos padres, el comportamiento de Graciela se volvió errático en su intento de compensar la ausencia de ellos. Empezó a darnos charla todo el día, a toda hora. Nos sermonea cuando hacemos algo que no se condice con sus valores, aunque objetemos en vano que no es nuestra madre y que se deje de joder. Un par de veces incluso la pescamos diciéndole “Lichi” a Nico.
Ya no sabemos qué hacer. Intentamos poner en venta la casa, pero Graciela se pone a hablarle de sí misma a todo aquel que viene a ver el inmueble y es inútil. El monólogo es tan largo y aburrido que todos salen corriendo. También tratamos de sentarnos los tres a hablar y establecer nuestros límites, pero ella se pone defensiva y se niega a cooperar. Probamos toda clase de exorcismos y macumbas, sin resultado alguno.
Mientras tanto, la casa sigue haciendo apología de la inconclusión. Las correas de las antiguas persianas de madera se rompen, y nosotros compramos los repuestos, pero nunca las reparamos. En el patio tenemos una piscina de esas que se ensamblan con caños y una gran lona. Esta ahí armada, llena de agua estancada desde hace dos veranos. Las bicicletas, tiradas en la intemperie, cosechan una nueva capa de óxido con cada lluvia. Los platos los lavamos solamente cuando no queda ni un escarbadientes limpio en toda la cocina. ¿Qué hacemos con todo esto? ¿Cómo salimos adelante?
Hace unos meses empecé a salir con Juli. Cuando estoy con él, siento que las cosas pueden ser diferentes de como son, y eso me llena de alegría, pero también de angustia. Quizás, la vida es como es porque yo lo permito. Le digo esto a él mientras acaricio su rara melena y se ríe. “Yo estoy acá”, me dice, “no te la vueles”.
Entonces pienso que tiene razón, que las cosas probablemente sean como son sin ningún motivo en particular, y que todos estamos en este mundo al que hemos sido arrojados desde la nada misma, haciendo lo que está a nuestro alcance por no enloquecer, o por enloquecer de la manera más grácil posible. Y se me ocurre que este es también el caso de Graciela. Ella no pidió convertirse en el fantasma de una casa en ruinas. Está tan atrapada en esta situación como nosotros.
Llego a casa y la voz familiar ya me está regañando: “Nena, qué tarde venís”.
“Hola, Gra”, la saludo, “Estaba con Juli en el parque. A que no sabés lo que vimos”.
“¿Qué?”, pregunta con curiosidad.
“Un perrito divino, cruza de beagle con otra raza. Todo negrito, como el que tenías vos cuando eras chica, ¿no? ¿Cómo era que se llamaba?”.
“¡El Toni! Ay, si vos lo hubieras conocido… Te habrías enamorado. Cuando lo trajimos era del tamaño de un zapato. Y no sabés cómo nos hacía reír… ”.