Protocolo

Me van a
decir que
es un
lugar común
una frase
hecha pero
la ciudad
está llena de
fantasmas
ayer creí
ver a Ori
por el centro cerca
de su casa también
me pasa con
otras personas
muy seguido
no a diario
pero sí
la ciudad está
llena
si se fijan
de presencias
disonantes
de trampas
cognitivas
hojas de
fax
hologramas
amigables
a cuyos
pies les
quedó
chica esta
vereda
de baldosas
húmedas
no quiero que
vuelvan no
es mi
apego una
penitencia que
tenga
intención de
imponerles
tampoco
querría estar
allá con
ellos
esta
es
mi baldosa pero
sí me
gustaría
conocer el
protocolo
saber
cómo es
que una
saluda
a un
fantasma.

Procesión

Mi amiga Karen tiene
tatuado en la nuca
«EL PUNK SALVÓ MI VIDA»
pero
es mentira
Karen
salva la vida
de Karen
cada día que elige
quedarse
de este lado yo
podría pincharme
hoy
alguna frase
«Mitski salvó mi vida»
«Sherlock me salvó del aburrimiento»
pero la vida es
tan larga el
aburrimiento tan
inagotable
no hay
salvación
definitiva
más allá
del pinchazo más
allá de la fobia
a lo permanente más
allá de la
preocupación estética lo
que me inquieta
del tatuaje es
llevar tan
visible una
decisión
dejar
que la procesión se
desvíe
del camino
en un punto
de fuga
dérmico
una página
de libro una
ventana
prefiero,
mientras pueda,
ser brutalista
mostrar
únicamente
el paisaje
estéril
de mi piel
sin tatuajes.

Gimnastas

Están ahí a diario. Cada mañana levantan pesas, sortean obstáculos, saltan sogas, elongan, abrazan pelotas. Ella los ve por una doble ventana: primero la ventanilla del colectivo que la lleva al trabajo, y después la vidriera del gimnasio. Admira su tenacidad. Eso cree. En realidad, sólo la extraña la capacidad que tienen de sobreponerse a la horizontalidad. Cree que ella no podría. Si se equivoca o no, es indistinto. Está convencida.
Los ve en su hábitat. Los movimientos mecánicos sobre las colchonetas, los sorbos a las botellas de agua, las palmas chocadas con motivo de alguna celebración que en el planeta de ella no existe.

Con el tiempo, la admiración muta en resentimiento. Le cuesta soportar la postal cotidiana de ese mundo de voluntades mayores, de creencia en un orden de cosas al que su nihilismo y su lectura de las noticias le impiden acceder.

Una mañana, viaja en su colectivo habitual con los auriculares puestos, escuchando la radio. El conductor del programa está entrevistando a un profesor de gimnasia. O un entrenador personal. No tiene importancia. Es uno de ellos. Hacia el final de la entrevista, el conductor anuncia que se sortearán dos meses de membresía en el gimnasio del entrenador entre los oyentes. Ella imagina lo divertido que sería ejecutar una pequeña maldad. Participar del sorteo y ganarlo, sin albergar intención alguna de reclamar el premio. Extrae del bolsillo de la campera su teléfono y escribe a la radio. Cuando el conductor anuncia su nombre, ella se siente súbitamente avergonzada, confrontada por primera vez con la realidad de lo que acaba de hacer. Maldice a su suerte por hacerla ganar en la única ocasión en la que preferiría haber perdido.

Esa tarde, el profesor de gimnasia la contacta explicando cómo reclamar el premio. En su foto de perfil de WhatsApp está sonriente, de pie en una playa paradisíaca sosteniendo una Corona con un gajo de lima en la boca de la botella. Una grieta se empieza a formar en la doble ventanilla entre los dos mundos.

Para no admitir la naturaleza del impulso que la hizo participar del sorteo, ella se presenta en gimnasio. Pregunta por el profesor y lo espera en el mostrador de entrada. En persona es todavía más playero y sonriente. Su pelo es el mismo tono de rubio que la Corona de su foto. Lo invita a hacer algo después de la clase.

Han pasado varias semanas. No sabe cuántas. Sabe que la membresía del gimnasio que ganó en la radio está a punto de expirar. Un día, en la ducha, mantiene una conversación consigo misma en la que decide seguir yendo. Pagará la cuota. Admite, a su pesar, que disfruta del entrenamiento. No se permite admitir que lo disfruta por motivos ajenos a su profesor.

En el diagrama de Venn constituido por la vida de ella y la de los gimnastas, el conjunto que se forma en la intersección está delimitado, en su mente, por los encuentros con él. Desde el primer día han establecido su rutina. Entrenan setenta minutos. En realidad, ella entrena y él la motiva aplaudiendo estruendosamente y diciendo «vamos, vamos» o «¿tan poco peso le vas a poner?». Elongan: esto es fundamental. Luego ella lo espera y salen a caminar, toman un helado o un trago, charlan. Caminan de la mano. Si se dan cuenta o no, no tiene importancia. Tal es la naturaleza de los hechos. Llegan hasta el departamento de ella. Nunca saben bien cómo llegaron. Se van a la cama.  Él puntúa a la perfección sus besos. Besarlo es satisfactorio de la misma forma en la que es satisfactorio chatear con alguien que usa puntos y comas. La potencia precisa del lenguaje en la punta de la lengua. Ella siente que la confesión de amor se le va a escapar de la jaulita en cualquier momento. Para evitarlo se amordaza con sus besos de gramática sin error. Le amasa con entusiasmo el lúpulo de la nuca.

La grieta en la pared que separa ambos mundos es ahora un hueco que tiene la forma de él.

Cuando pasa frente al gimnasio por las mañanas, ella tiene la certeza ahora de que podría estirar el brazo a través de la ventanilla y chocar palmas con cualquiera de los gimnastas. Estirar la mano como quien la estira desde una reposera para que le pasen una botella de Corona.

Se anotan a una maratón y ella la completa sin dificultad. Se sorprende a sí misma. Él la sorprende besándola efusivamente en la línea de llegada. La mira con pupilas cargadas de orgullo. Eso cree. En realidad, es admiración. «Te invito a comer», dice él. Ella preferiría que la invite a la ducha.

Él conduce en silencio, contento y cansado. Ella deja caer su mano izquierda sobre la derecha de él. Se quedan así mientras él opera la palanca de cambios. «¿Cómo hacen para entrenar a la mañana tan temprano? Nunca entendí», pregunta ella en un semáforo. Acaban de pasar por la cuadra del gimnasio. «Ponemos el despertador más temprano», dice él, desentendido. Los bordes de la grieta brillan, delimitándola. Ella insiste. «Dale, ¿cuál es el secreto? ¿Droga?». Él no entiende el chiste. La mira extrañado. «Ni se te ocurra probar esas porquerías. Eso le hace re mal al cuerpo», la sermonea totalmente en serio. Ella casi puede oír la pared reconstruirse. Se aferra desesperada al hueco. Enciende la radio. Está sintonizada en la misma estación en la que ella ganó el sorteo del gimnasio varios meses atrás. Decide que se trata de una buena señal. Suena el estribillo de Sucker de los Jonas Brothers. Ella canta distraída con el codo apoyado en la ventanilla. «¿Qué dice la letra?», pregunta él. Ella detesta que la hagan traducir en tiempo real. Nunca encuentra suficientemente rápido las palabras. «Estás haciendo que mi típico yo rompa mis típicas reglas», traduce. Él asiente despacio, asimilando. «En inglés todo suena mejor», concluye. «Posta», responde ella. Si realmente está de acuerdo o no, no importa.

Cines

Cuando era chica
y caminaba
con mi padre
por la peatonal
San Martín
él señalaba una
construcción
abandonada y decía
«Esto antes era un cine»
y miraba
perplejo
los fósiles
de su tiempo un
tiempo de cines
sembrados
por toda Rosario un
tiempo de
yogures
más ácidos de
inviernos
más fríos de
céspedes
amarillos
miraba
hacia arriba en
busca de una
esencia
perdida en la
mudanza de
los años en
la traslación
terrestre no hay
alquimia posible
para
recrearla una
vez que
desaparecen
los cines
los videoclubes
los arcades
los cibercafés
es demasiado
tarde pero yo
había encontrado
una salida y
era no aferrarme
a nada a ningún
sabor a ningún
sitio vivir
para siempre
en el no lugar
de la juventud en
la ovulación permanente en
el plexo solar
del optimismo de
aliento fresco cabello
suave colores
vibrantes sin
embargo
no puedo
desentenderme
del efecto estético
de la juventud
renunciar
a su seducción
sin admitir
en ese acto la
complicidad
de mis poros
tersos mis
caderas
indoloras y
mis aguas dulces aún
así los alcances
de mis atributos
son limitados
Como es
limitado
el perfume dentro
de un frasco o el calor
de una sopa la
vida
se va extinguiendo
a la vuelta de
cada Cine en
el fondo de
cada yogur
si la guerra es
absurda
qué decir de la
paz el más
controlador
de los dispositivos
no queda
en esta cuadra
ningún cine
en esta arruga
ningún fósil
siquiera
de los cines pero
en vez de evocar
en vez
de buscar
en vez de seguir de largo hay
que reunir algunos
ladrillos
lijas
baldes
de pintura
y construir
para nosotros
sobre esta tumba
en calle
San Martín
un cine
nuevo.

Pequeña fantasía diurna

Pregunta Paulina cuál es nuestra fantasía diurna. A continuación, explica. Una fantasía diurna es eso con lo que flasheás cuando vas caminando por la calle, o subida al colectivo, o en la cola del rapipago, o mientras limpiás restos de comida de la bacha. Procede entonces a contar que su fantasía diurna es subirse a un escenario y cantar con la voz de Ella Fitzgerald, y que el público estalle.

Como concepto es interesante, hasta ahí, todo bien. Pero por supuesto, este es otro texto autorreferencial y como cualquier otro asunto, el de las fantasías diurnas sólo me interesa en la medida en la que pueda pivotear sobre ellas hasta volver a desembocar nuevamente en mí misma. El problema es que mis fantasías diurnas son aburridísimas. Inclusive las sexuales, que jamás sobrepasan los límites trazados por las marcas de mis suaves y apenas dolorosos mordiscos en la piel de mi afortunada víctima.

Pero la verdadera confesión es aún más vergonzosa. Y es que la verdadera fantasía, la única posible, no debiera ni siquiera ser considerada tal. La escena que se proyecta en mi mente cuando miro por la ventanilla del 146 camino al trabajo es el sueño de tener una casita, de perfeccionar la motricidad fina pero no para tocar a alguien, sino para plantar y mantener mi propia huerta y mis árboles de palta y de pera y mis plantines coloridos en el balcón que da a la calle.

En ese hogar, entonces, yo podría levantarme un domingo como hoy a las nueve, diez de la mañana. Horario prudente pero cómodo. Me sentaría en mi inodoro sin antes constatar que la tapa haya quedado baja. Sacaría de mi biblioteca de madera clara el disco Revolver, lo posaría con reverencia en mi tocadiscos que por alguna razón en la fantasía diurna se me aparece rojo y retro, y movería hacia él la aguja. En la cocina, molería granos frescos de café y los echaría en mi máquina de espresso italiana sin dejar de oír, gracias al ambiente amplio y luminoso con concepto abierto que sería a la vez cocina, comedor y living, la voz de Lennon.

Please don’t spoil my day

I’m miles away

and after all i’m only sleeping.

Y si afirmo que esta no es una fantasía es porque hay alguna parte mía que todavía, después de cuatro años de Macri, después de tantos documentales sobre el daño irreparable que le estamos haciendo al medio ambiente, después de tantas entrevistas de trabajo frustradas donde parece que sí, pero al final no, y la bola de ansiedad acumula nieve y los rechazos se van sintiendo cada vez más personales, después de todo, todo eso, hay una resistencia celular, microscópica, que cree, todavía, que este tendría que ser, que este es un sueño posible.

Para cuando el 146 llega a la Facultad de medicina, mi tostadora cromada está revoleando mis panes hechos, apenas doraditos pero bien calientes, cosa que la manteca resbale en su superficie y se derrita. Las unto también con mermelada que hice con las peras de mi árbol, las cargo en mi bandeja de desayuno junto con mi espresso y salgo al balcón. Desayuno apoyada en la baranda que da a la calle mientras miro a la gente que pasa sin detenerme en ninguna, pero observando a cada uno de sus perros. Desde adentro el tocadiscos sigue reproduciendo el álbum más perfecto de la música toda.

Turn off your mind, relax and float downstream

It is not dying

it is not dying.

Palacio mental

Otra vez te obsesionaste con un famoso. ¿Quién fue la última vez? Nick Valensi de los Strokes. Y entonces Mad Men y Nueva York con su Jimmy Fallon y su Paul Auster y no hay nada en esa ciudad que no hable de la miseria y de la grandeza humana.

La distancia y el tiempo enrarecen las obsesiones, las templan, las agotan y finalmente aparecen otras.

Esta vez, el hechizo se activa con el primer capítulo de la serie Sherlock. Le das play. Picaste el anzuelo. La aventura te consume por completo. Devorás los capítulos recubiertos de azúcar, introduciendo la mano impaciente en la bolsa que los contiene, una, tres, cuatro veces al día hasta que ya no queda ninguno y tu mano rasca en vano el vacío.

Te volvés una voyeur, deleitándote a través de la ventana-pantalla con el acento encantador de Benedict Cumbercatch y sus bucles castaños en contraste con su rostro pálido. Atesorás las esporádicas sonrisas de Sherlock, espiás a través de la sábana que lleva por toda vestimenta al palacio de Buckingham y te emocionás con su discurso en la boda del doctor Watson. Te frustrás con sus arranques neuróticos y lo comprendés cuando la serie revela sus traumas de la infancia. Cuando te querés dar cuenta, es demasiado tarde para no enamoriarty.

Un chasqueo de dedos y lo sabés todo sobre Benedict. Sus cuarenta y dos años y su metro ochenta y uno. Su esposa Shophie, sus dos hijos varones y su insólita dificultad para pronunciar la palabra «pingüino«.

En tu compulsión por saber más sobre él, te entregás durante semanas a la investigación. Mirás decenas de entrevistas suyas, incluyendo una en la que le muestran un posteo de una de sus fans en un foro dedicado a él y Benedict se ríe avergonzado. Y vos te reís también, nerviosa, porque lo que dice esa fan sobre los brazos imperiales de Benedict, sobre el deseo de acercarse a él lo suficiente como para olerlo, es lo mismo que habrías dicho vos, y de repente el tablero se da vuelta. Alguien enciende la luz y la música se calla. Ahora tenés que enfrentarme a vos misma.

Lo que sea que tu mente busque cada vez que te resbalás y caés de frente dándote la nariz contra un famoso es ilusorio. Cuando despertás, el dinosaurio ya no está ahí. El espejismo funciona, te arranca momentáneamente del pantano de tu vida cotidiana. Pero es solamente eso, escapismo. Tu vida no es una aventura excitante como la de Sherlock Holmes. No te levantas cada mañana a salvar el mundo. Apenas si logras salvarte a vos misma de una caries cepillandote los dientes de la misma forma, con el mismo cepillo, día tras día, comida tras comida.

No queda claro qué es lo que buscás. Eventualmente, Benedict se va a ir de vos. Te consta. Y dejará, detrás suyo, no el recuerdo de una serie sensacional. No la fantasía de un hombre alto, de ojos marítimos y acento británico. Ni siquiera el sueño de una Londres por conocer, un faro hacia una aventura nueva.

Lo que queda, después de este circo que monta tu cerebro para distraerte, es el telón de fondo. Un lienzo blanco con manchas de humedad. Un vacío que no se puede asar a la parrilla con pimientos y chorizos. En esto lo entendés a Sherlock: el riesgo de tener un palacio mental es que se vuelva tan cómodo que no te den ganas de salir, sobre todo si afuera el día está nublado. Cuando la obsesión se va, el dolor vuelve.

Insecto

Me acuesto en mi cama y me tapo hasta la cabeza con el acolchado.
Abajo mi madre
lava los platos con su agresión pasiva habitual.
A veces está enojada porque no hicimos algo que nos pidió
o porque lo hicimos mal.
Yo me doy cuenta
por el tono
en el que lava los platos
o barre
o revuelve la comida.
Y pienso que
ser madre es
la enfermedad terminal
más silenciosa.
Tus logros en tanto madre se reducen
a hacer que tus hijos sean
árboles altos de ramas robustas.
Pero a veces tus hijos son apenas hojitas temblorosas de potus.
Y no de esos potus que crecen
erguidos en macetas
con tutores
sino esos de interiores
que se conforman
con pasar toda su vida
desparramados
en un frasco de café
lleno de agua
exponiendo sus raíces a través del vidrio
sin ninguna dignidad.
Esas plantas que probablemente nunca den ninguna flor
pero que al menos,
me gusta pensar,
requieren pocos cuidados.
Entonces
me tapo
con el acolchado
y abrazo mi almohada en posición fetal
el sol me coerciona
a través de la persiana
a cumplir con la fotosíntesis
y aunque mi madre no lo entienda
aunque jamás lo vaya a entender
en el fondo yo ya lo intuyo:
no soy una planta.
Ser hija
empiezo a entender
tampoco es tan fácil.
Nadie te enseña a rebelarte
cada revolución es la primera
y esta vez
no hay nada más lógico que quedarme así
en esta crisálida
no esperando sino
no vegetando sino
poniendo en marcha procesos
invisibles
que me lleven
algún día
a ser
mariposa.

Subir

Dijimos que no nos queríamos quedar nunca más encerradas en este ascensor.
Dijimos que preferíamos quedarnos para siempre en
planta baja
si eso era lo que hacía falta para preservarnos.
¿Te acordás?
Dijimos que
íbamos a confiar en la
posibilidad
de encontrar otras formas de subir
una bandada de pájaros que nos lleven
alfombras mágicas
barriletes
globos aerostáticos
cañones de circo
saltos
improbables con
garrocha el lomo
áspero de un dragón
o en el
peor
de los casos
alguna escalera.
Contemplamos todas esas opciones.
¿O no?
Y todas nos parecieron mejores
que volver a subirnos a ese ascensor.
Todo eso dijimos
después de la última vez
y de la anterior
y de la anterior.
Pero luego
cuando el telón metálico está a punto de cerrarse por completo
haciendo
desaparecer
a los actores un
espíritu te posee
tu mano independiente de nuestras convicciones se alza los
dedos detienen en el momento justo el movimiento de las puertas
en un gesto de Indiana
Jones impidiendo
nuestra salvación
el prisma se despliega
ante nosotras nuevamente
adentro
los actores observan
con fastidio nuestra ruptura intempestiva de la cuarta pared uno
de ellos presiona sin
embargo el botón
para dejarnos pasar
pregunta
a qué piso
y yo
que no entiendo qué hago metida de nuevo ahí adentro
después de tantas sesiones de terapia después
de tantos poemas
de tantas clases de yoga
no tengo ni idea
de qué contestar.

Arena

Antes
cuando creía
que el tiempo
era un puente
por el que yo podría
fácilmente
caminar
sin caerme
si tan solo
me concentrara en
mirar derecho hacia adelante
nunca hacia abajo
antes
creía también
que el futuro
era una oficina
cuatro paredes
de durlock
el zumbido
sónico
de un tubo fluorescente
una cafetera y un dispenser.
Creía incluso
en la posibilidad de un sueldo
de una casa
modesta pero
con jardín
o al menos patio
o balcón
o una ventana
desde donde
el cielo
me contara
por las noches
sus secretos.
Creía en el poder
sanador
de tomar mates
acariciar perros
lavarme la cara
ponerme el piyama
hacer regalos.
Creía en el amor
como un enduido
que recubriera mis
grietas
para que estas
dejaran de existir
o mejor
para que nunca
hubieran existido.
Ahora
que he caminado
por puentes
veo
que se tambalean
y se enroscan
sobre sí mismos
cuando intento atravesarlos.
El desencanto
tiene sabor
a factor sorpresa.
Ahora sé
que el problema no es
lo aburrido
sino lo difícil.
Ahora que
el tiempo no es más
un puente
sino arena
escurriéndose
entre mis dedos
obedeciéndole
a la gravedad
a la inercia
a la termodinámica
pero nunca a mí
que no hay fórmula
matemática
que me describa
ahora
le temo
a mi cuerpo viejo y
canceroso
por él
me persigno
con una solemnidad
semisarcástica
mientras lo mato
a puñaladas de chocolate
y cerveza
y cloruro sódico.
La menopausia
me preocupa aún
cuando sé
que este no es
un mundo
al que quiera
traer
a otro ser humano.
Ahora
no le temo
a esa oficina.
La cárcel
parece un buen lugar
para
recibir tres comidas diarias
dormir en una cama
trazar una raya
por cada día que pasa
domar así
al tiempo
fraccionándolo
dividir y conquistar
hacer abdominales
aprender oficios
y pensar en alguien
y sentir
bien abajo
de las capas
de enduido
el palpitar
indómito
de la grieta
y descubrir
que el amor
es un fármaco
de venta libre
pero no es un remedio.
Sutil distinción.
Ahora
todavía trabajo
todavía amo
todavía anhelo
pero ahora
lo que yo quiero
es ir de vacaciones
a la playa
sentarme
en una reposera
una novela policial
un pareo de colores
protector solar factor cincuenta
la proximidad de los churros
la violencia de la sal
el comportamiento errático
de la basura
bailando
con el viento
sentarme
y contemplar
y sentir
bajo mis pies descalzos
la humedad
la frescura
la textura
plácida
de la arena.

Convertibles

«¿Sabes qué pasa, Pauli?», dice la Ju y se lleva el cigarrillo a los labios. Lo enciende y aspira entornando los ojos. Esta es todavía una época en la que se puede comprar cigarrillos sin dejar en ello la mayor parte del sueldo. Es, incluso, la época en que la Ju se compra Lucky convertibles y a veces, sin detenerse siquiera a pensar en el derroche que eso significa, se los fuma enteros sin presionar la cápsula mentolada. En esas ocasiones, la Ju me pasa su colilla al terminar el cigarro y yo, que no fumé ni una sola vez en mi vida, me deleito con el placer infantil de presionar el filtro con el índice y el pulgar, hasta que la cápsula revienta entre mis dedos con un sonido ahogado.
«¿Sabés qué pasa, Pauli?», repite la Ju exhalando una nube, y tras una pausa dramática se responde, gesticulando con el cigarrillo en la mano: «Pauli, hay dos tipos de personas en la vida. Las que son como Bianca y las que son como vos». Le da el punto final a la oración señalándome con los dos dedos que sostienen el cigarrillo. Yo intuyo para qué lado va el sermón y esquivo sus ojos. Fijo la vista en la botella que tengo en la mano y, solo por hacer algo que no sea mirarla a ella, le doy un trago.
Estamos tiradas en el piso de su nuevo departamento. Es martes a la tarde y todavía es la época en que ninguna de las dos trabaja. También es la época en que nos iniciamos en la cultura del alcohol, primero con pasitos tímidos de Frizzé y Gancia, y después con bebidas blancas que nos dejan vomitando en la vereda frente al boliche. Ahora estamos tomando Dr. Lemons, sólo que ya dejaron de ser Dr. Lemons hace algo de una hora, y ahora son botellas de Dr. Lemon con jugo Tang de naranja y ron.
La Ju no se detiene ante mi lenguaje corporal evasivo. «Mirala a Bianca. ¿Vos sabés con cuántos pibes estuvo Bianca?»
Esta es todavía la época en que tales datos nos interesan. Nos dan curiosidad. Es también la época en que yo todavía no le conté a nadie.
«Con seis pibes estuvo. ¿Y sabés por qué?» Esta vez la pregunta de la Ju no es retórica y ella me mira expectante.
«¿Por qué?», le sigo el juego.
«Y, porque ella», dice dibujando en el aire con su Lucky, «ella es más puta, ¿entendés? Eso es lo que vos tenés que hacer. A ver, vos cuando te gusta un pibe, ¿qué hacés?»
No llego a responder porque ella sigue, llevada por el hilo de su idea: «Vos tratás de hacerte la graciosa, la canchera. Y al final lo que te termina pasando, Pauli, es que vos quedás como que sos uno más de los pibes. ¿Me entendés?»
La Ju estira la mano en mi dirección y le paso el falso Dr. Lemon. Es septiembre y por la ventana entreabierta se cuela un aire que hace brillar la brasa naranja en la punta de su Lucky. «Entonces eso es lo que vos tenés que hacer», dice y remarca «eso» señalando en el aire con el índice y el mayor adosados al cigarrillo que se está por terminar. Deja caer la ceniza en otra botella de Dr. Lemon que está vacía.
«Tenés que ser más puta, Pau. Cuando ves a uno que te gusta, te tenés que acercar y agarrarlo del cuello y chapártelo. Y lo mirás bien a los ojos. Ahí cogés seguro, amiga», dice, con una media sonrisa conocedora. Le da un sorbo a la botella y traga.
Nos quedamos en silencio un momento, mirando por la ventana el movimiento de la calle. La Ju está recostada sobre un almohadón con la cara de John Lennon. Se incorpora y apaga el cigarrillo dándole golpecitos contra el borde de la botella vacía.
Me miro las manos, que tiemblan. Mi pecho es una pandereta. Mi saliva es noventa por ciento alcohol. Estoy aturdida. Me odio. Mi cuerpo sabe lo que voy a hacer antes de que piense en hacerlo.
«Tomá», me dice la Ju extendiéndome entre sus dedos la colilla para que yo presione la cápsula.
Observo su mano un instante y acerco la mía. Mis dedos rozan la colilla, la dejan caer, mis pulmones están de paro. La mano de la Ju está sobre la mía. Todo es una milésima. La tomo con fuerza y de un tirón acerco primero la muñeca, luego el brazo y finalmente el cuerpo entero de la Ju al mío. Sujeto su nuca. Aproximo mi boca a la suya.
La beso.