Ahora que la miopía
me obliga a llevar
vidrios
en la cara
soy más consciente
de mis muecas
un mecanismo
muscular
monta
a la cresta de su ola
los anteojos
cuando sonrío
yo
que una vez
hace doce años
alcé
mi vida en mis manos
la sostuve era
un pichón
asustado
le revisé las alas
le soplé los escombros
le acaricié las plumas
yo que siempre supe
dónde duele
le di besos
a mi vida
mojadita
que temblaba
le dije
podés volar
y nada es
inmediato pero
doce años
más tarde
acá estoy
sonriendo
en el aire.
Archivo del Autor: laumiyara
Viejo
Cuando llamamos
a Europa
el viejo mundo
nos referimos a esto al
optimismo asfixiante
de reciclar
como si importara
al placer culposo de
Operación Triunfo a
pagar con monedas de
un
centavo a la
convivencia casual con
arquitecturas medievales y
mentes totalitaristas
a voir
la vie en rose ahora
la pregunta es hasta
dónde
viejo mundo
nostalgia vintage
y hasta dónde
el culto
moderno
del progreso
que le corta el flequillo al
tiempo
le pavimenta las
esquinas lo
suspende todo en su
ámbar
hasta que llegue
la hora
de volver
y entonces
y entonces
¿y entonces?
Embajadora
Qué pasa si
me olvido
de cómo era
leer poesía en público
bailar el bombón
asesino comer
un chori
un domingo de sol
y que alguien
levantara la
vista
y exclamase:
qué día peronista
tomar mate
en el Parque
España con Martu
reírnos de nosotras
ser felices sin
saberlo
entenderlo todo
avísenme
si me encuentran
que no sé
dónde fui a
parar
concentrada
en no pisar
la unión
entre baldosas la
fisura que
cuartea
mi vida
la falla
que me deja
con un pie
de cada lado
por favor
señora avíseme
si ve
que me alejo
demasiado
de la orilla
que me aterra
convertirme
en una
de vosotros
pagar en euros
decir uve joder
y bus
me aterra el
naufragio por eso
me aferro
a los mates al
ahrreismo al
voceo
cruzo mal la calle
intento explicarle a alguien
lo que quiere
decir
bebotear
con tal de
tocar
el amuleto
que llevo en el
bolsillo con tal
de ser
una embajadora
y no
una
refugiada.
Gaseosa
¿Sabían
que aún
entre las
Coca-Colas
hay jerarquías?
Dicen
que la mexicana
es la más rica
tiene que ver
con el agua la
ubicuidad
la pavimentación
globalizante
de la marca no
tiene jurisdicción
en el ámbito
feromónico en
el realismo mágico
de los sabores es
ahí por donde
asoma
el hilo blanco
la costura
defectuosa del
capitalismo
hecha a máquina
por una
nena en
Bangladesh o
Malasia cuya
sangre no se
derrama no
brota
de la piel en
gotas a través
de un
pinchazo
o a chorros
en heridas de
bala sino
que transpira
en laceraciones
silenciosas
provocadas por
el reiterado
raspar de las
rodillas contra
el lomo
áspero
del mundo y en
esos lugares
donde no hay
yeso ni
cirugía para la
fractura social
donde nadie
se preocupa
en describir
el movimiento
de la sangre
cuando enfila
de mala gana
hacia el exterior
en esos
lugares
donde no hay
presupuesto para
costuras reforzadas
en esos lugares
quisiera saber
qué gusto
tendrá
la Coca-Cola.
Condensación
Llego y Martín me abre la puerta con una lata de cerveza en la mano. Me saluda y me hace pasar, entregándome la lata. Recién entonces noto que está cerrada. Antes había visto solo su torso desnudo y el hilo tímido de pelos que une su ombligo y la cintura de su bermuda de jean. En la transacción, los dedos fríos de Martín, mojados de condensación de la lata, rozan los míos, transpirados por las seis u ocho cuadras que caminé hasta acá en el sol de enero. Hago todo lo que está a mi alcance por evitar el cortocircuito.
«¡Mostrame la casa!», le digo. Él se mudó hace dos semanas, mientras yo estaba de vacaciones en el Norte, y esta es la primera vez que veo su nuevo departamento.
Aprovechando nuestra diferencia de altura, rodea mis hombros con su brazo izquierdo y me guía por el pasillo. «Para allá está la pieza y al fondo el baño», dice, señalando con la mano libre. Miro en dirección a las dos puertas, asintiendo. «Veo que todavía no te terminaste de instalar», lo gasto, apuntando con la nariz hacia una pila de cajas en el fondo del pasillo. Él ignora mi comentario y gira sobre sí mismo, arrastrándome suavemente. Siento cada milímetro de contacto entre su brazo y mi piel. Me acuerdo de mi transpiración de la calle y me quiero morir, pero a él no parece importarle la humedad de mi espalda ni ninguna otra. Es tu mejor amigo, me repito un par de veces, te calmás.
«Mirá lo grande que es esta cocina», dice Martín interrumpiendo mis pensamientos, «no lo podés creer». «Mal», respondo, preguntándome si se nota que apenas llego a oírlo hablar con el sonido de mi propia respiración temblorosa de fondo.
Martín abre la heladera y extrae otra cerveza. La abre. De pronto pone cara de acordarse de algo. «¡Ah, y todavía no te mostré el balcón!», dice.
Me vuelve a apoyar el brazo en la espalda, la mano izquierda en mi hombro izquierdo, y me lleva, la nueva lata en su mano derecha. Le da un sorbo y me suelta para abrir la puerta corrediza de vidrio. Salimos. El balcón es amplio y a esta hora el sol le pega de lleno. Martín entorna los ojos y se apoya contra la baranda. Estoy un paso detrás de él. Me permito observar su espalda desnuda de arriba a abajo mientras no me ve. Una gota de sudor le resbala entre los omóplatos. Trago saliva, aturdida. Él se da vuelta y gesticula. «Vení», dice.
Me acerco a la baranda y apoyo los antebrazos, imitando la pose de él.
Nos quedamos un rato mirando hacia afuera. El balcón da al centro de la manzana. Abajo, las piletas de casas vecinas resplandecen. Llegan gritos de niños jugando y el ladrido de algún perro.
«Contame del viaje», pide, y le cuento.
Siento los ojos de Martín sobre mí antes de verlos. «Te extrañé, boluda», dice. Se termina de un trago su latita y la deja en la baranda, liberando su mano. Me encierra rodeándome la espalda con el brazo, sus dedos frescos de condensación en mi cintura. Disimulo el escalofrío lo mejor que puedo. Es tu mejor amigo, basta. Trago. Lo conocés desde que eras bebé. Es casi incestuoso esto.
Estoy a punto de recuperar la compostura, pero él tiene otros planes. Se inclina sobre mí invadiendo mi campo visual, me despeja un mechón de pelo de la cara con los dedos y me besa. Su boca tiene gusto a alcohol y a otra cosa que no identifico. En los instantes previos al final de mi lucidez deduzco que ese es el sabor a Martín. Su mano está ahora en mi nuca y yo daría cualquier cosa por no estar tan transpirada. La consciencia de mi estado de veranez pegajosa agrava aun más la situación.
La lengua de Martín acaricia la mía con furia. Su respiración contra mi mejilla me sofoca. Dudo que él piense lo mismo de mí: la última vez que inhalé fue hace años. No me atrevo a arriesgar despertarme.
Finalmente, el que se retira es él. Me mira a los ojos y dice: «Es un asco este calor. ¿No querés que vamos adentro y prendo el aire?». No atino a hablar. Le indico que sí con la cabeza y me lleva de la mano.
Entramos. Me da la espalda para cerrar la puerta y las cortinas. Busca el control remoto del aire y presiona con poca paciencia algún botón. Me doy cuenta de que él también está nervioso. Me pregunto si cambiar de ambiente rompió nuestro hechizo. Soy su mejor amiga. Me miro las manos, no sé dónde ponerlas.
Martín sigue de espaldas a mí, y justo cuando voy a decir algo, se da vuelta y me ofrece un vaso de agua u otra cerveza. En la parte delantera de su bermuda sobresale un bulto. Para disimularlo, vuelve a darme la espalda y enfila hacia la cocina sin esperar mi respuesta. Lo sigo y pienso en sitios donde poner las manos: ahora se me aparecen con mayor claridad.
Martín saca una hielera del freezer y la voltea dejando caer en un vaso el hielo. El movimiento le marca la vena del antebrazo. Las actividades para ocupar mis manos se siguen sucediendo en el carrusel de mis pensamientos. Trago saliva sin saber si estoy haciendo ruido o no. Martín saca una botella de la heladera y sirve agua en el vaso con hielo. Me lo alcanza sin mirarme. Vuelve a guardar la botella y se rasca la nuca, sus dedos lastiman superficialmente el silencio. Me llevo el vaso a la boca y lo miro a él. Bebo un par de tragos sin dejar de sostenerle la mirada. Apoyo el vaso en la mesada y me acerco a él, arrinconándolo contra la heladera. Le doy un beso de agua helada. Su boca está tibia y fantástica. Sus manos me recorren la espalda con una suavidad insoportable. Por fin las baja y las mete adentro de mi remera. Me acaricia en serio ahora, sus manos avanzando por mis costillas y mi cadera. Confirmo que tengo el don de seguir viviendo luego de varios minutos sin respirar.
«Hijo de puta», le digo entre dos besos, «me fuiste a abrir en cuero a propósito». Él se sonríe mirando al suelo y me vuelve a besar. Me muerde el labio inferior apenas, apenitas, con los dientes y ya estoy lista.
«No me mostraste tu cuarto», le digo.
Metal
La mosca se
posa sobre
mi brazo esta
vez no la
ahuyento
ha notado
algo
en mí
que la atrae algo
por lo que vale
la pena
quedarse frota
sus patas
delanteras
no sé
si sabe
que la observo
da unos pasitos
frenéticos
por la manga
de mi buzo quisiera
tener algo
para convidarle pero
ya me terminé
el café y las
medialunas
el metal es
helado y corta
la circulación negarlo
sería incurrir en
el más
inútil de los
engaños
pero tengo
ahora
motivos para
sospechar
que por
lejos
lo más
insoportable
de estar esposada
sería no
poder
rascarme
la nariz
no poder
sacarme de
encima
la mosca.
Cumpleaños
Cuando apaguen la luz
y traigan la torta
y empiecen las voces
y los aplausos
no soplemos
no anulemos la
transmutación del
fósforo
y la lata de kerosene de
la lupa y el rayo
de sol
dos ramas
secas
en frote
la botella de vidrio
con una remera vieja
por mecha
los ruidos de
la calle que se
despierta
de su siesta
el cianuro en caso
de que nos encuentren
las aguas partidas por los
moiseses heroicos de la
Historia para
dejar de
preocuparnos
y amar la bomba
dejar de tomar
las pastillas
y tomar las armas
rehusarnos a vivir
en un departamento
sin balcón
cuando nos toque
formular
el deseo
ojalá
podamos pensar
en una toalla
embebida en alcohol una
pila de neumáticos
en la ruta
un aerosol
y un encendedor
una bengala perversa
porque si no
cuando la torta se termine
y se vayan los invitados y
levantemos el mantel para lavarlo
el detergente
el agua micelar
y el despertador
nos confiscarán
con su hechizo
cotidiano
la lucidez.
Protocolo
Me van a
decir que
es un
lugar común
una frase
hecha pero
la ciudad
está llena de
fantasmas
ayer creí
ver a Ori
por el centro cerca
de su casa también
me pasa con
otras personas
muy seguido
no a diario
pero sí
la ciudad está
llena
si se fijan
de presencias
disonantes
de trampas
cognitivas
hojas de
fax
hologramas
amigables
a cuyos
pies les
quedó
chica esta
vereda
de baldosas
húmedas
no quiero que
vuelvan no
es mi
apego una
penitencia que
tenga
intención de
imponerles
tampoco
querría estar
allá con
ellos
esta
es
mi baldosa pero
sí me
gustaría
conocer el
protocolo
saber
cómo es
que una
saluda
a un
fantasma.
Procesión
Mi amiga Karen tiene
tatuado en la nuca
«EL PUNK SALVÓ MI VIDA»
pero
es mentira
Karen
salva la vida
de Karen
cada día que elige
quedarse
de este lado yo
podría pincharme
hoy
alguna frase
«Mitski salvó mi vida»
«Sherlock me salvó del aburrimiento»
pero la vida es
tan larga el
aburrimiento tan
inagotable
no hay
salvación
definitiva
más allá
del pinchazo más
allá de la fobia
a lo permanente más
allá de la
preocupación estética lo
que me inquieta
del tatuaje es
llevar tan
visible una
decisión
dejar
que la procesión se
desvíe
del camino
en un punto
de fuga
dérmico
una página
de libro una
ventana
prefiero,
mientras pueda,
ser brutalista
mostrar
únicamente
el paisaje
estéril
de mi piel
sin tatuajes.
Gimnastas
Están ahí a diario. Cada mañana levantan pesas, sortean obstáculos, saltan sogas, elongan, abrazan pelotas. Ella los ve por una doble ventana: primero la ventanilla del colectivo que la lleva al trabajo, y después la vidriera del gimnasio. Admira su tenacidad. Eso cree. En realidad, sólo la extraña la capacidad que tienen de sobreponerse a la horizontalidad. Cree que ella no podría. Si se equivoca o no, es indistinto. Está convencida.
Los ve en su hábitat. Los movimientos mecánicos sobre las colchonetas, los sorbos a las botellas de agua, las palmas chocadas con motivo de alguna celebración que en el planeta de ella no existe.
Con el tiempo, la admiración muta en resentimiento. Le cuesta soportar la postal cotidiana de ese mundo de voluntades mayores, de creencia en un orden de cosas al que su nihilismo y su lectura de las noticias le impiden acceder.
Una mañana, viaja en su colectivo habitual con los auriculares puestos, escuchando la radio. El conductor del programa está entrevistando a un profesor de gimnasia. O un entrenador personal. No tiene importancia. Es uno de ellos. Hacia el final de la entrevista, el conductor anuncia que se sortearán dos meses de membresía en el gimnasio del entrenador entre los oyentes. Ella imagina lo divertido que sería ejecutar una pequeña maldad. Participar del sorteo y ganarlo, sin albergar intención alguna de reclamar el premio. Extrae del bolsillo de la campera su teléfono y escribe a la radio. Cuando el conductor anuncia su nombre, ella se siente súbitamente avergonzada, confrontada por primera vez con la realidad de lo que acaba de hacer. Maldice a su suerte por hacerla ganar en la única ocasión en la que preferiría haber perdido.
Esa tarde, el profesor de gimnasia la contacta explicando cómo reclamar el premio. En su foto de perfil de WhatsApp está sonriente, de pie en una playa paradisíaca sosteniendo una Corona con un gajo de lima en la boca de la botella. Una grieta se empieza a formar en la doble ventanilla entre los dos mundos.
Para no admitir la naturaleza del impulso que la hizo participar del sorteo, ella se presenta en gimnasio. Pregunta por el profesor y lo espera en el mostrador de entrada. En persona es todavía más playero y sonriente. Su pelo es el mismo tono de rubio que la Corona de su foto. Lo invita a hacer algo después de la clase.
Han pasado varias semanas. No sabe cuántas. Sabe que la membresía del gimnasio que ganó en la radio está a punto de expirar. Un día, en la ducha, mantiene una conversación consigo misma en la que decide seguir yendo. Pagará la cuota. Admite, a su pesar, que disfruta del entrenamiento. No se permite admitir que lo disfruta por motivos ajenos a su profesor.
En el diagrama de Venn constituido por la vida de ella y la de los gimnastas, el conjunto que se forma en la intersección está delimitado, en su mente, por los encuentros con él. Desde el primer día han establecido su rutina. Entrenan setenta minutos. En realidad, ella entrena y él la motiva aplaudiendo estruendosamente y diciendo «vamos, vamos» o «¿tan poco peso le vas a poner?». Elongan: esto es fundamental. Luego ella lo espera y salen a caminar, toman un helado o un trago, charlan. Caminan de la mano. Si se dan cuenta o no, no tiene importancia. Tal es la naturaleza de los hechos. Llegan hasta el departamento de ella. Nunca saben bien cómo llegaron. Se van a la cama. Él puntúa a la perfección sus besos. Besarlo es satisfactorio de la misma forma en la que es satisfactorio chatear con alguien que usa puntos y comas. La potencia precisa del lenguaje en la punta de la lengua. Ella siente que la confesión de amor se le va a escapar de la jaulita en cualquier momento. Para evitarlo se amordaza con sus besos de gramática sin error. Le amasa con entusiasmo el lúpulo de la nuca.
La grieta en la pared que separa ambos mundos es ahora un hueco que tiene la forma de él.
Cuando pasa frente al gimnasio por las mañanas, ella tiene la certeza ahora de que podría estirar el brazo a través de la ventanilla y chocar palmas con cualquiera de los gimnastas. Estirar la mano como quien la estira desde una reposera para que le pasen una botella de Corona.
Se anotan a una maratón y ella la completa sin dificultad. Se sorprende a sí misma. Él la sorprende besándola efusivamente en la línea de llegada. La mira con pupilas cargadas de orgullo. Eso cree. En realidad, es admiración. «Te invito a comer», dice él. Ella preferiría que la invite a la ducha.
Él conduce en silencio, contento y cansado. Ella deja caer su mano izquierda sobre la derecha de él. Se quedan así mientras él opera la palanca de cambios. «¿Cómo hacen para entrenar a la mañana tan temprano? Nunca entendí», pregunta ella en un semáforo. Acaban de pasar por la cuadra del gimnasio. «Ponemos el despertador más temprano», dice él, desentendido. Los bordes de la grieta brillan, delimitándola. Ella insiste. «Dale, ¿cuál es el secreto? ¿Droga?». Él no entiende el chiste. La mira extrañado. «Ni se te ocurra probar esas porquerías. Eso le hace re mal al cuerpo», la sermonea totalmente en serio. Ella casi puede oír la pared reconstruirse. Se aferra desesperada al hueco. Enciende la radio. Está sintonizada en la misma estación en la que ella ganó el sorteo del gimnasio varios meses atrás. Decide que se trata de una buena señal. Suena el estribillo de Sucker de los Jonas Brothers. Ella canta distraída con el codo apoyado en la ventanilla. «¿Qué dice la letra?», pregunta él. Ella detesta que la hagan traducir en tiempo real. Nunca encuentra suficientemente rápido las palabras. «Estás haciendo que mi típico yo rompa mis típicas reglas», traduce. Él asiente despacio, asimilando. «En inglés todo suena mejor», concluye. «Posta», responde ella. Si realmente está de acuerdo o no, no importa.