Están ahí a diario. Cada mañana levantan pesas, sortean obstáculos, saltan sogas, elongan, abrazan pelotas. Ella los ve por una doble ventana: primero la ventanilla del colectivo que la lleva al trabajo, y después la vidriera del gimnasio. Admira su tenacidad. Eso cree. En realidad, sólo la extraña la capacidad que tienen de sobreponerse a la horizontalidad. Cree que ella no podría. Si se equivoca o no, es indistinto. Está convencida.
Los ve en su hábitat. Los movimientos mecánicos sobre las colchonetas, los sorbos a las botellas de agua, las palmas chocadas con motivo de alguna celebración que en el planeta de ella no existe.
Con el tiempo, la admiración muta en resentimiento. Le cuesta soportar la postal cotidiana de ese mundo de voluntades mayores, de creencia en un orden de cosas al que su nihilismo y su lectura de las noticias le impiden acceder.
Una mañana, viaja en su colectivo habitual con los auriculares puestos, escuchando la radio. El conductor del programa está entrevistando a un profesor de gimnasia. O un entrenador personal. No tiene importancia. Es uno de ellos. Hacia el final de la entrevista, el conductor anuncia que se sortearán dos meses de membresía en el gimnasio del entrenador entre los oyentes. Ella imagina lo divertido que sería ejecutar una pequeña maldad. Participar del sorteo y ganarlo, sin albergar intención alguna de reclamar el premio. Extrae del bolsillo de la campera su teléfono y escribe a la radio. Cuando el conductor anuncia su nombre, ella se siente súbitamente avergonzada, confrontada por primera vez con la realidad de lo que acaba de hacer. Maldice a su suerte por hacerla ganar en la única ocasión en la que preferiría haber perdido.
Esa tarde, el profesor de gimnasia la contacta explicando cómo reclamar el premio. En su foto de perfil de WhatsApp está sonriente, de pie en una playa paradisíaca sosteniendo una Corona con un gajo de lima en la boca de la botella. Una grieta se empieza a formar en la doble ventanilla entre los dos mundos.
Para no admitir la naturaleza del impulso que la hizo participar del sorteo, ella se presenta en gimnasio. Pregunta por el profesor y lo espera en el mostrador de entrada. En persona es todavía más playero y sonriente. Su pelo es el mismo tono de rubio que la Corona de su foto. Lo invita a hacer algo después de la clase.
Han pasado varias semanas. No sabe cuántas. Sabe que la membresía del gimnasio que ganó en la radio está a punto de expirar. Un día, en la ducha, mantiene una conversación consigo misma en la que decide seguir yendo. Pagará la cuota. Admite, a su pesar, que disfruta del entrenamiento. No se permite admitir que lo disfruta por motivos ajenos a su profesor.
En el diagrama de Venn constituido por la vida de ella y la de los gimnastas, el conjunto que se forma en la intersección está delimitado, en su mente, por los encuentros con él. Desde el primer día han establecido su rutina. Entrenan setenta minutos. En realidad, ella entrena y él la motiva aplaudiendo estruendosamente y diciendo «vamos, vamos» o «¿tan poco peso le vas a poner?». Elongan: esto es fundamental. Luego ella lo espera y salen a caminar, toman un helado o un trago, charlan. Caminan de la mano. Si se dan cuenta o no, no tiene importancia. Tal es la naturaleza de los hechos. Llegan hasta el departamento de ella. Nunca saben bien cómo llegaron. Se van a la cama. Él puntúa a la perfección sus besos. Besarlo es satisfactorio de la misma forma en la que es satisfactorio chatear con alguien que usa puntos y comas. La potencia precisa del lenguaje en la punta de la lengua. Ella siente que la confesión de amor se le va a escapar de la jaulita en cualquier momento. Para evitarlo se amordaza con sus besos de gramática sin error. Le amasa con entusiasmo el lúpulo de la nuca.
La grieta en la pared que separa ambos mundos es ahora un hueco que tiene la forma de él.
Cuando pasa frente al gimnasio por las mañanas, ella tiene la certeza ahora de que podría estirar el brazo a través de la ventanilla y chocar palmas con cualquiera de los gimnastas. Estirar la mano como quien la estira desde una reposera para que le pasen una botella de Corona.
Se anotan a una maratón y ella la completa sin dificultad. Se sorprende a sí misma. Él la sorprende besándola efusivamente en la línea de llegada. La mira con pupilas cargadas de orgullo. Eso cree. En realidad, es admiración. «Te invito a comer», dice él. Ella preferiría que la invite a la ducha.
Él conduce en silencio, contento y cansado. Ella deja caer su mano izquierda sobre la derecha de él. Se quedan así mientras él opera la palanca de cambios. «¿Cómo hacen para entrenar a la mañana tan temprano? Nunca entendí», pregunta ella en un semáforo. Acaban de pasar por la cuadra del gimnasio. «Ponemos el despertador más temprano», dice él, desentendido. Los bordes de la grieta brillan, delimitándola. Ella insiste. «Dale, ¿cuál es el secreto? ¿Droga?». Él no entiende el chiste. La mira extrañado. «Ni se te ocurra probar esas porquerías. Eso le hace re mal al cuerpo», la sermonea totalmente en serio. Ella casi puede oír la pared reconstruirse. Se aferra desesperada al hueco. Enciende la radio. Está sintonizada en la misma estación en la que ella ganó el sorteo del gimnasio varios meses atrás. Decide que se trata de una buena señal. Suena el estribillo de Sucker de los Jonas Brothers. Ella canta distraída con el codo apoyado en la ventanilla. «¿Qué dice la letra?», pregunta él. Ella detesta que la hagan traducir en tiempo real. Nunca encuentra suficientemente rápido las palabras. «Estás haciendo que mi típico yo rompa mis típicas reglas», traduce. Él asiente despacio, asimilando. «En inglés todo suena mejor», concluye. «Posta», responde ella. Si realmente está de acuerdo o no, no importa.