Palacio mental

Otra vez te obsesionaste con un famoso. ¿Quién fue la última vez? Nick Valensi de los Strokes. Y entonces Mad Men y Nueva York con su Jimmy Fallon y su Paul Auster y no hay nada en esa ciudad que no hable de la miseria y de la grandeza humana.

La distancia y el tiempo enrarecen las obsesiones, las templan, las agotan y finalmente aparecen otras.

Esta vez, el hechizo se activa con el primer capítulo de la serie Sherlock. Le das play. Picaste el anzuelo. La aventura te consume por completo. Devorás los capítulos recubiertos de azúcar, introduciendo la mano impaciente en la bolsa que los contiene, una, tres, cuatro veces al día hasta que ya no queda ninguno y tu mano rasca en vano el vacío.

Te volvés una voyeur, deleitándote a través de la ventana-pantalla con el acento encantador de Benedict Cumbercatch y sus bucles castaños en contraste con su rostro pálido. Atesorás las esporádicas sonrisas de Sherlock, espiás a través de la sábana que lleva por toda vestimenta al palacio de Buckingham y te emocionás con su discurso en la boda del doctor Watson. Te frustrás con sus arranques neuróticos y lo comprendés cuando la serie revela sus traumas de la infancia. Cuando te querés dar cuenta, es demasiado tarde para no enamoriarty.

Un chasqueo de dedos y lo sabés todo sobre Benedict. Sus cuarenta y dos años y su metro ochenta y uno. Su esposa Shophie, sus dos hijos varones y su insólita dificultad para pronunciar la palabra «pingüino«.

En tu compulsión por saber más sobre él, te entregás durante semanas a la investigación. Mirás decenas de entrevistas suyas, incluyendo una en la que le muestran un posteo de una de sus fans en un foro dedicado a él y Benedict se ríe avergonzado. Y vos te reís también, nerviosa, porque lo que dice esa fan sobre los brazos imperiales de Benedict, sobre el deseo de acercarse a él lo suficiente como para olerlo, es lo mismo que habrías dicho vos, y de repente el tablero se da vuelta. Alguien enciende la luz y la música se calla. Ahora tenés que enfrentarme a vos misma.

Lo que sea que tu mente busque cada vez que te resbalás y caés de frente dándote la nariz contra un famoso es ilusorio. Cuando despertás, el dinosaurio ya no está ahí. El espejismo funciona, te arranca momentáneamente del pantano de tu vida cotidiana. Pero es solamente eso, escapismo. Tu vida no es una aventura excitante como la de Sherlock Holmes. No te levantas cada mañana a salvar el mundo. Apenas si logras salvarte a vos misma de una caries cepillandote los dientes de la misma forma, con el mismo cepillo, día tras día, comida tras comida.

No queda claro qué es lo que buscás. Eventualmente, Benedict se va a ir de vos. Te consta. Y dejará, detrás suyo, no el recuerdo de una serie sensacional. No la fantasía de un hombre alto, de ojos marítimos y acento británico. Ni siquiera el sueño de una Londres por conocer, un faro hacia una aventura nueva.

Lo que queda, después de este circo que monta tu cerebro para distraerte, es el telón de fondo. Un lienzo blanco con manchas de humedad. Un vacío que no se puede asar a la parrilla con pimientos y chorizos. En esto lo entendés a Sherlock: el riesgo de tener un palacio mental es que se vuelva tan cómodo que no te den ganas de salir, sobre todo si afuera el día está nublado. Cuando la obsesión se va, el dolor vuelve.

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