Me acuesto en mi cama y me tapo hasta la cabeza con el acolchado.
Abajo mi madre
lava los platos con su agresión pasiva habitual.
A veces está enojada porque no hicimos algo que nos pidió
o porque lo hicimos mal.
Yo me doy cuenta
por el tono
en el que lava los platos
o barre
o revuelve la comida.
Y pienso que
ser madre es
la enfermedad terminal
más silenciosa.
Tus logros en tanto madre se reducen
a hacer que tus hijos sean
árboles altos de ramas robustas.
Pero a veces tus hijos son apenas hojitas temblorosas de potus.
Y no de esos potus que crecen
erguidos en macetas
con tutores
sino esos de interiores
que se conforman
con pasar toda su vida
desparramados
en un frasco de café
lleno de agua
exponiendo sus raíces a través del vidrio
sin ninguna dignidad.
Esas plantas que probablemente nunca den ninguna flor
pero que al menos,
me gusta pensar,
requieren pocos cuidados.
Entonces
me tapo
con el acolchado
y abrazo mi almohada en posición fetal
el sol me coerciona
a través de la persiana
a cumplir con la fotosíntesis
y aunque mi madre no lo entienda
aunque jamás lo vaya a entender
en el fondo yo ya lo intuyo:
no soy una planta.
Ser hija
empiezo a entender
tampoco es tan fácil.
Nadie te enseña a rebelarte
cada revolución es la primera
y esta vez
no hay nada más lógico que quedarme así
en esta crisálida
no esperando sino
no vegetando sino
poniendo en marcha procesos
invisibles
que me lleven
algún día
a ser
mariposa.
Me gustó. Para la reflexión…