Hacer escuela

Si se le pregunta a cualquier persona de cualquier edad, difícilmente alguien diga que no le gusta aprender.

No hablo de aprender para obtener una calificación determinada en un examen, ni de aprender para después poder acceder a un trabajo bien remunerado. Tampoco hablo de aprender porque ese conocimiento va a ser útil o necesario en alguna instancia futura de la vida.

Me refiero a aprender para saber. Aprender porque es una de esas actividades que nos hacen sentir (no entender racionalmente, sino sentir en lo verdaderamente profundo del alma) que estamos vivos. Aprender porque en ese acto se rasca la picazón insaciable de la curiosidad.

Recuerdo vívidamente haber sentido todas esas cosas en el momento en que supe que hay otros planetas además de la Tierra, algunos de los cuales orbitan el mismo Sol que nosotros. Sentí cómo se abrían puertas en lugares de mi mente donde hasta entonces sólo había habido muros y oscuridad. Lo sentí cuando aprendí a hacer un cálculo con regla de tres. También cuando aprendí cómo funcionan los órganos del sistema digestivo de un ser humano. Más recientemente, lo sentí cuando leí por primera vez a Marx y a Foucault. Puedo decir con bastante seguridad que seguiré experimentando esa mezcla de asombro y excitación hasta el momento mismo de mi muerte, cuando aprenda cómo es en realidad el fin de la vida de una persona.

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Pero, en todo este despliegue didáctico de sensaciones y emociones, hay cosas que no me cierran.

La escuela, por ejemplo. Cualquiera que me conozca aunque sea un poco sabe que soy la más tenaz crítica de esta institución que causó varios de los traumas de mi vida. La razón por la cual la escuela no me cierra es que no es el santuario del saber que dice ser: la cantidad de veces que sentí aquella emoción de aprender estando dentro del edificio escolar es casi nula. Lo que digo no puede sorprender a nadie que haya pasado sus reglamentarios doce años de vida encerrado entre cuatro paredes del aula de una escuela, el culo atornillado a una silla atornillada a un pupitre atornillado a una fila de pupitres; la mente atornillada al ventilador de aspas aletargadas que, si se cayera, provocaría la muerte de algunos compañeros.

La escuela en sí no está hecha para motivar al aprendizaje, ni mucho menos para cuidar, como el valioso tesoro que es, esa curiosidad con la que salen todos los niños de los vientres de sus madres. La escuela, al menos en mi experiencia personal, está hecha para disciplinar (¿mencioné a Foucault?). Y no es que esta función de la escuela tenga algo de intrínsecamente malo: es vital adquirir el hábito de la disciplina si uno pretende vivir en sociedad. Pero esta disciplina no es lo único que una persona necesita para formarse. También es imperioso poder pasar largas horas en ambientes que no estén iluminados con tubos fluorescentes, sino con la luz cósmica de esa estrella alrededor de la cual nuestro singular planetita insiste en girar. Poder dar y recibir abrazos. Poder estar solo y tranquilo para reflexionar.

Lo que la escuela no comprende es que una calificación no alcanza a reflejar ese proceso de creación de puertas mentales. Que el aprendizaje no es un medio para llegar a algún fin, sino que puede y debe ser un fin en sí mismo. Que aprender de memoria no es aprender, porque si no hay un componente emocional asociado al conocimiento, los datos se escurren del cerebro como granos de arena en un puño cerrado. Que los docentes también tienen que poder hacer autocrítica cuando algo no sale bien.

Ahora bien, no estoy diciendo que la escuela sea un monstruo incontrolable que arruina las vidas de la gente. Después de todo, soy hija de dos docentes y jamás me canso de repetirlo con orgullo, porque un docente es alguien que se dedica a entregar a sus alumnos herramientas y materiales para que ellos construyan sus propias puertas.

Lo que pasa, desde mi punto de vista, es que existe todo un sistema educativo malogrado que va más allá de los profesionales de la educación. Hay muchos casos donde se demuestra cómo este sistema falla en la transmisión de conocimientos básicos. Por ejemplo, es sabido que una abrumadora mayoría de los alumnos de escuela primaria tienen dificultades para aprender matemática. Una amiga que trabaja como voluntaria dando apoyo escolar en el barrio La Tablada corroboró que todos los chicos que van a buscar ese apoyo necesitan ayuda con esta asignatura. Yo adjudico esto a la complejidad lógica del lenguaje matemático, que requiere para su comprensión de un nivel de abstracción mayor que el lenguaje natural. Pero esta dificultad no es algo nuevo. Hace diez o doce años, cuando yo iba a la primaria, ya era notorio que a la mayoría de nosotros nos costaba mucho entender las fracciones. Eso quiere decir que la alarmante dificultad de los alumnos de escuela primaria para las matemáticas tiene ya más de una década, y el sistema educativo no parece haber invertido muchos recursos en revertir la situación. Si se sabe que hay un problema con la matemática, ¿por qué no cambiar el enfoque de la materia? ¿Por qué no hay más investigaciones destinadas a encontrar las causas de este asunto? Se sigue enseñando matemática de la misma forma que hace diez años y se obtienen resultados cada vez peores. Los docentes se frustran y reaccionan dando más tareas a los estudiantes, agregando tareas de vacaciones y obligándolos a estudiar como forma de castigo. Y ¿qué clase de resultados cabe esperar si se concibe el aprendizaje como un castigo?

Lo que estoy tratando de preguntar es: ¿por qué no se hacen verdaderas reformas integrales en el sistema educativo? La falta de retroalimentación acerca del funcionamiento del actual sistema es a lo que me refiero con “verdaderas reformas”.

En la Universidad, los profesores a menudo se quejan de que la escuela secundaria no nos prepara lo suficiente para la educación superior, pero lo suelen hacer a modo de reprimenda hacia nosotros. Nos dicen: “¿Vos qué aprendiste en la secundaria?”, pero no “¿A vos qué te enseñaron en la secundaria?” ni mucho menos “¿A vos cómo te enseñaron en la secundaria?”. A eso me refiero con reformas que sean integrales, porque los docentes también tienen que estar mejor capacitados para poder ayudarnos en la construcción de las puertas mentales.

Si hay perspectivas de que en el futuro nuestra sociedad pueda superar los problemas económicos y sociales que la aquejan desde hace un siglo, va a ser crucial que logremos elevarnos hacia un sentido crítico de nuestra realidad y de las relaciones de poder que están en la base de ella. Yo quiero una escuela donde los alumnos y los docentes asistan con ganas. Quiero una institución que fomente el debate y la participación ciudadana. Quiero una escuela que abra puertas.

Laura

Un pensamiento en “Hacer escuela

  1. Laura: Muy interesante tu análisis, como todo lo que escribís. A mí me gustaba la matemática porque tuve la suerte de que era (es) un lenguaje que me resulta natural. Y esa sensación que describís la experimenté muchas veces con todo lo que aprendí… solo. Y, muy rara vez, dentro del sistema escolar.
    La razón por la que no se hace eso que acertadamente sugerís (investigar por qué la gente en general, de toda edad, tiene dificultades para aprender matemática o, para el caso, cualquier cosa que implique dificultades) es en mi opinión porque la Escuela cumple funciones no declaradas, algunas de ellas completamente espurias, como por ejemplo, desalentar la crítica al sistema (aunque la provoca, se cuida de desviar el centro de gravedad hacia problemáticas muy secundarias). La educación de calidad e integral *garantiza* la capacidad de crítica y autocrítica. Por eso es que cada sistema que fracasó en España lo instauraron después en la Argentina, porque había tenido éxito en fracasar, porque así se ganaban unos años más de expectativa acrítica, hasta que se comprobaba que tampoco había tenido éxito en los objetivos declamados (aunque sí en los ocultos), y entonces vuelta a empezar, volver a mirar al otro lado del charco para ver qué otro plan educativo (intencionalmente) fallido podían copiar.
    Un libro que te recomiendo, si es que no lo leíste ya, es «La escuela ha muerto» de Everett Reimer. A las 4 principales funciones de la escuela que él comenta, yo agrego una quinta y hoy quizás principal: formar consumidores calificados, donde calificado no significa calificado para consumir responsable y críticamente, sino asimilar exactamente lo necesario para dejarse engatusar, por ejemplo para sentir esa sensación de haber alcanzado el conocimiento cuando lejanamente «entienden» lo que significa un porcentaje en el anuncio que dice que «Sedal te deja el pelo 56 % más brillante».

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